Contar el Omer

Hay algo anacrónico en contar el Omer si solamente lo ligamos a las ofrendas en el Templo como nos enseñaron en la escuela. Al mismo tiempo, hay algo obsesivo en contar día a día y especificar en término de semanas y días el tiempo transcurrido. Para alguien que reza todos los días el Omer es la obsesión judía con la progresión del tiempo llevada a un extremo; un paso más sería contar las horas, pero a tanto no llegamos. Para quienes asistimos a la sinagoga una vez por semana, la progresión está mitigada a esa unidad: este año, casualmente, los kabalat Shabat  han representado semanas redondas. Esta noche, la última, serán siete semanas del Omer. Mañana, después de finalizado Shabat, comienza Shavuot. Ya no contamos más, ya llegamos a los cincuenta días. Al Sinaí, a La Ley. ¿Al final?

La cuenta del Omer es una de esas tradiciones que ha adquirido sentido para mí en la medida en que lo ha hecho el paso del tiempo. Durante muchos, muchos años, probablemente la mayor parte de la vida adulta, uno tiende a asumir los días como que estarán allí para nosotros cuando despertemos: la rutina, el trabajo, la educación de los hijos, el progreso económico, los logros, todo transcurre como parte de un supuesto no cuestionado. Por eso cuando algo irrumpe la normalidad del transcurso del tiempo resulta tan trágico. Aún así, el tiempo sigue su curso y generalmente uno sigue con él, somos sus pasajeros. Pero llega un momento en que el tiempo comienza a contar en unidades, y sabemos que cada día conduce a algún lado, aunque no sepamos dónde. No es que “estemos en los descuentos”, sino que tomamos noción clara de la finitud. La cuenta del Omer representa, en el año, esa noción de certidumbre absoluta acerca de un destino.

Hace cuarenta años el profesor Menajem Peri de la Universidad de Tel-Aviv publicó un libro titulado “Poetic Closure: How Poems End”, o sea, cómo terminan, los poemas. Vale preguntarse, parafraseando ese título, cómo terminan las vidas de las personas; no me refiero a los finales de vidas truncadas prematuramente, sino al lento desenlace natural del envejecimiento: cómo terminamos nuestra existencia, hacía dónde vamos. La cuenta del Omer da una respuesta: siempre estamos transitando de un estado al siguiente, siempre vamos a alguna parte. Es muy triste cuando alguien ya no transita, cuando su tiempo se detiene… cuando deja de contar.

La entrega de La Ley en Sinaí que celebraremos una vez finalizado este Shabat es la culminación de un largo proceso de singularización. La entrega de La Ley (la Torá) es el sello final del Pacto que hizo dios con Abraham. Todavía no es el cumplimiento de la promesa; este siempre vendrá algo retrasado. Como dice el texto bíblico, todos estuvimos allí: los que estaban, los que nacerían, y los que se sumarían: todos. La presencia al pie del Monte Sinaí supone el cierre de un círculo virtuoso: dios nos apartó para sí, nos prometió, pactó, y en Shavuot nosotros aceptamos nuestra parte del Pacto.

El Omer es, en ese sentido, la culminación de un proceso muy largo; es el primer mojón que nos delimita, nos permite elegir, y aceptar una elección. El Omer cierra el primer círculo concéntrico del que habla Amos Oz Z’L acerca del judaísmo: el que comienza en “Lej-lejá” y se cierra en Shavuot. Fuimos uno, ahora somos pueblo. Cada año, está en nosotros preservarlo.