Una Carta a Amos Oz

Natalie Portam, Medium.com 1 de febrero de 2019

Amos, estoy aquí con un nudo en la garganta y sintiendo pánico en mi corazón. No estoy segura de lo que se supone que debamos hacer ahora. Escribiste libros increíblemente hermosos. Por separado, hiciste súplicas valientes y reflexivas por la paz. Fuiste abrumadoramente generoso de corazón, sabiduría e imaginación. Tu humanidad fue expansiva y generosa, y pasó de ti hacia todos nosotros quienes fuimos lo suficientemente afortunados como para estar cerca.

La primera vez que te conocí, ya me había enamorado de tus palabras. Siempre me habían encantado tus escritos, pero cuando leí “Una historia de amor y oscuridad”, en mi mente vislumbré imágenes para una película. Vine a Tel Aviv para pedirte que me concedieras el derecho de adaptar y dirigir tus memorias. En ese momento tenía tal vez 26 o 27 años. Después de cenar contigo y con Nily, te volviste hacia Nily y le dijiste (como si yo no estuviera allí, pero ahora creo que querías que yo escuchara, ¿verdad?): “Ella es muy joven. Pero también lo fue mi madre”. En ese momento te estaba pidiendo a ti, un extraño, un enorme acto de fe para confiar en mi: permitirle a alguien que iba a ser directora por primera vez, inmersa sólo a medias en la cultura israelí, el privilegio de retratar el momento en que te hiciste hombre, así como interpretar a tu madre, Fania, que se quitó la vida cuando tenías tan sólo 12 años.

Acerca del suicidio de Fania escribiste: “Estaba enojado con ella por irse sin despedirse, sin un abrazo, sin una sola explicación; después de todo, mi madre nunca había sido capaz de decirle adiós a un desconocido, a un repartidor o a un vendedor puerta por puerta sin ofrecerles un vaso de agua, una sonrisa, una pequeña disculpa y dos o tres palabras amables… ¿Es esa la manera de irte, groseramente, en medio de una oración?” Lo que escribiste sobre tu madre combinó la fragilidad de un niño abandonado con la compasión y el perdón del hombre en el que te habías convertido, mirando hacia atrás a una mujer que era lo suficientemente joven como para ser tu hija. Increíblemente, me permitiste contar tu historia e interpretar a tu madre. Todavía no sé por qué.

Sólo pediste dos cosas. La primera fue quizás el pedido más generoso que alguien me haya hecho profesionalmente: “Haz tu propio trabajo. El libro existe, haz una película que sea de tu propia creación”. La segunda cosa que me pediste fue que no tratara de explicar de manera sencilla por qué tu madre se suicidó. No existía una sola respuesta, y tratar de entender por qué era parte del trabajo de tu vida. La práctica de contar su historia, de tratar de entender la mente de tu madre, te hizo de muchas maneras el escritor monumental en el que te convertiste. Me diste dos mandamientos sencillos para la creación que siempre estarán en mi mente: usa tu propia voz y deja lugar para las complicaciones.

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Mientras me preparaba para hacer la película – para ese entonces tenía 31 años y era madre – me hablaste a través de tus álbumes de fotos. Me recibiste en tu familia y también adoptaste a mis hijos en tu corazón. “No tengo dudas de que escucharemos mucho más sobre ti”, le dijiste a mi hijo, mientras saltaba sobre tu sofá, repitiendo las palabras que S.Y. Agnon te había dicho proféticamente a ti cuando eras un niño. Me acompañaste a mí y a mi equipo de filmación por las calles de tu antiguo vecindario en Jerusalem, diciendo, casi literalmente, las palabras de tu libro que describen la noche en que el estado de Israel fue declarado por votación en las Naciones Unidas. Me explicaste cómo todo este vecindario se quedó sin aliento y silencioso en la calle, escuchando la radio hasta que se anunció la votación para la creación del estado y que, de repente, “un grito cataclísmico, un grito que podía mover rocas, que podía congelar tu sangre como si todos los muertos que alguna vez murieron aquí y todos los que aún estaban por morir, hubieran recibido una breve ventana para gritar”.

Debo admitir que al principio me molestó que dijeras exactamente lo que habías escrito, como si yo no estuviera experimentando la belleza espontánea de mi héroe, sino más bien, un guión practicado. Pero rápidamente me di cuenta de que esto no era la falta de autenticidad de la recitación, sino la elección de un ser humano que creía profundamente en el lenguaje y en la especificidad de las palabras. Te importaban las palabras tan profundamente que no las usarías a menos que hubieran sido cuidadosamente esculpidas para que el oyente sintiera exactamente lo que tú querías que revelaran.

Te deleitaste con el idioma hebreo y consideraste su renacimiento como un logro monumental. La poesía de conexiones que los humanos hicieron entre las palabras bíblicas – por ejemplo, un rayo de luz en la Biblia como la fuente de la palabra “pantalla” – te electrificó, y por extensión, a nosotros. ¿Cómo llamaríamos una camisa si los académicos no hubieran inventado una nueva palabra? ¿Tendríamos que decir que nos ponemos nuestro abrigo de muchos colores? ¿Podríamos sentirnos frustrados si aún no hubiera una palabra para eso? El potencial para crear el idioma mientras escribías, te formó, a ti y a todos los escritores del hebreo moderno, pasados y presentes, y no sólo a los escritores sino también a los creadores del lenguaje, a los inventores de palabras, y les dio un lugar muy particular en la historia literaria mundial: todos ustedes estaban resucitando una lengua muerta y pintando la vida con los colores que inventaron. Una vez me dijiste y también escribiste que el hebreo se convirtió en un lenguaje moderno la primera vez que un hombre y una mujer lo usaron para intercambiar las palabras “Te amo”.

Fuiste ante todo un amante. Amaste el rudo sionismo del kibbutznik que reconociste como mitológico, pero por el cual todavía sentías gran afecto. Amaste los paseos por el desierto temprano por la mañana. Por encima de todo, amaste a tu esposa y a tus tres hijos con fiereza. Hablaste del amor como sólo un conocedor podía hacerlo: “Para cuando descubrí el amor, sabía que había diferentes menús. Sabía que había una autopista y una ruta escénica, y también caminos no frecuentados donde el pie del hombre apenas había pisado. Había cosas permitidas que estaban casi prohibidas y cosas prohibidas que estaban casi permitidas. Había tantas maneras diferentes”.

Mezclaste tu amor y tu aliento con la maravilla y el optimismo constantes. Continuaste hablando en voz alta por la paz, incluso cuando no era popular, incluso cuando otros se habían endurecido por demasiadas decepciones. Me escribiste en un correo electrónico hace un par de años cuando estaba embarazada de mi segundo hijo: ¿Quién hubiera pensado, 100 años después del Káiser y los Junkers prusianos militaristas, 75 años después de Hitler, que una Canciller alemana, una Canciller alemana mujer, se convertiría en líder del mundo libre? 

Nada es impensable. Ni siquiera la paz entre Israel y Palestina. Ni siquiera el surgimiento de una versión mejor, actualizada y más sofisticada de la democracia, al menos en algunos países. Suficiente. ¿Cuándo nacerá el bebé?

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Confesaré que cuando terminé la película, estaba aterrorizada de mostrártela. Tener que ver a los actores retratarte a ti y a tu familia, en particular eventos tan personales y traumáticos, debe haber sido nada menos que insoportable. La viste en casa con Nily y tu familia. E incluso en esa incomodidad, encontraste un espacio generoso y alentador para mí. Me escribiste: “La película es a la vez abrumadora y maravillosamente sutil. Sigue volviendo a mí en mis sueños. Tu semejanza física con mi madre y el hecho sobrenatural de que has revivido algunos de sus gestos típicos, incluso el lenguaje corporal, no es menos que un milagro”. Cuando se estrenó la película, escribiste nuevamente: “Como podríamos haber predicho, a algunas personas les encanta la película, a otras no, otras incluso la resienten. Esto no es diferente de lo que sucedió cuando se publicó el libro por primera vez. En lo que a mí respecta, todavía estoy sorprendido, incluso en deuda, por la Fania que nos has dado. Casi digo: por la Fania que me has devuelto”.

Tu generosidad hacia mí continuó incluso con la dificultad de evaluar una versión de tu gran obra, de tu historia de vida. Cuán grande es ese acto de amor, es algo que todavía no puedo entender completamente. Fuiste mi héroe, mi inspiración, mi amigo y, verdaderamente, mi familia. Cuando nos reuníamos en momentos posteriores, me presentabas a amigos como tu madre, o yo te presentaba a ti como mi hijo, y nos reíamos de nuestro propio ritual tonto y practicado.

Amos, no tengo suficientes palabras. No tengo las correctas. Te quiero de vuelta para inventarlas.

 

Traducción: Daniel Rosenthal