Elecciones en Israel: el recurso más vil.
Yehuda Kurtzer, The Times of Israel, 25 de enero de 2019.
El sorprendente video de campaña del viceministro del Likud y miembro de la Knesset Yaron Mazuz, que incluye a Elor Azaria, cuya único crédito como figura pública es su condena por homicidio por dispararle a un palestino desarmado y herido en el piso en Hebrón, representa un nuevo mínimo para el competitivo campo de la política hipernacionalista israelí. También constituye un nuevo punto culminante en la incitación antipalestina aprobada políticamente a partir del famoso alarmismo del Primer Ministro Netanyahu sobre la participación de los ciudadanos palestinos de Israel en las elecciones de 2015. Sin embargo, más devastadora aún que el truco retórica de campaña de Mazuz, es la posibilidad de que tenga éxito y junto con él, también lo tengan las fuerzas ideológicas subyacentes que refleja. Es tentador culpar a los políticos por avivar las llamas de un populismo peligroso, pero el soberano dispuesto y habilitante siempre es la población.
Que los partidarios de Israel tengamos que lidiar con las ramificaciones de esta campaña para el relato que contamos sobre Israel es algo crítico. En general, personalmente desprecio la obligación ritual que hoy en día es tan común de que los miembros de una tradición de fe, de un grupo étnico o de una comunidad política deban condenar a los villanos y a la gente atípica que está en sus filas como una muestra de buena fe hacia los demás y así establecer la credibilidad para sus propias y sinceras afirmaciones morales o políticas contrastantes. Todos pertenecemos a redes y comunidades muy expansivas, y habitamos identidades e ideologías fluidas. Entonces, ¿cómo podemos ser responsables de las acciones de los demás? ¿Por qué debemos suponer de los demás que los villanos en sus redes hablan en su nombre?
Yo no acepto que Azaria o Mazuz me representen en el mundo, de la misma manera que no asumo que mis amigos en otras comunidades de fe estén “representados” por sus peores correligionarios. Tampoco creo que sea legítimo usar a Azaria y Mazuz para una afirmación normativa más amplia sobre el fracaso del sionismo. El sionismo no se ve inherentemente implicado por las peores expresiones de sus políticos; ese no puede ser el estándar bajo el cual cualquier país, grupo religioso o ideología pueda funcionar. Las expresiones peligrosas y violentas de una ideología son útiles para que entendamos cómo crear límites alrededor de nuestras creencias y como instrumentos de advertencia y educación, pero es demasiado conveniente usar tales expresiones para cuestionar la legitimidad básica de los sistemas ideológicos complejos en los que se originan.
Sin embargo, creo que es importante que levantemos nuestras voces públicamente en protesta contra este cínico truco político, porque esta obligación ritual ahora en boga de denunciar a los villanos en nuestro medio tiene integridad en esas pocas ocasiones en que aquellos que intentan hablar en nuestro nombre son realmente nuestros representantes formales. Este criterio de liderazgo ha fogueado las controversias en la comunidad judía en los Estados Unidos sobre los “compromisos podridos” en las coaliciones y alianzas de derecha e izquierda y la percibida complicidad con las ideologías antisionistas y antisemitas. Y ahora nos vemos obligados a preguntar: ¿qué sucede con la integridad de nuestros compromisos políticos más profundos cuando los embajadores más públicos del sionismo, incluso si son autodesignados, se constituyen en peligrosos fracasos morales?
Cuando formulamos esta pregunta, cuando somos capaces de enfrentar los fracasos del sionismo, sentamos las bases de un sionismo moralmente superior en comparación con las que exhiben nuestros políticos y las que son objeto del oprobio generalizado. Demostramos que todos los movimientos políticos corren el riesgo de no cumplir con sus ambiciones y que estamos obligados a estar moralmente alerta en la búsqueda de nuestros destinos políticos.
En este caso, además de la torpeza moral prima facie de usar a un asesino convicto como la figura principal de un afiche para un cargo electivo, el abrazo cínico de Azaria es profundamente contraproducente a la narrativa que Israel intenta relatar sobre sí mismo al mundo. Dos de los temas de discusión más comunes en defensa del Estado de Israel son la calidad moral superior de su ejército y sobre cómo los palestinos apoyan y festejan la violencia. Estas son relatos desiderativos que la sociedad busca contar acerca de sí misma, que luego se refuerzan con anécdotas de imágenes del yo y otras que las afianzan como creencias normativas. De hecho, el procesamiento de Azaria ayudó a corroborar estos mitos de defensa, al igual que las condenas de Azaria provenientes de ciertos sectores del establishment de defensa y militar, y especialmente la negativa del presidente Rivlin a concederle un indulto. Cuando Israel se adhiere a su propio código de ética, y cuando las mayorías razonables condenan a sus violadores, las excepciones estremecedoras pueden ayudar a comprobar la regla.
La idea de que Azaria ahora sea considerado un tótem político útil, un ícono elegido especialmente por un político, socava el relato que Israel quiere contar sobre sí mismo en el mundo, transforma la narrativa con la que las Fuerzas de Defensa de Israel buscan representarse a sí mismas y destruye los esfuerzos para combatir la creciente deslegitimación moral de Israel. La única forma en que puedo entender esto es que algún porcentaje envalentonado de la población israelí crea que está inexorablemente encerrado en un conflicto de suma cero con los palestinos que justifica todas las interacciones violentas, y que Israel ya está en un estado de aislamiento global tal que ninguna batalla para obtener la legitimidad internacional se pueda ganar o que valga la pena luchar por ello. Ambas son conclusiones asombrosamente miopes que desesperadamente espero que puedan ser revertidas, por el bien de Israel y de todos sus habitantes.
Por supuesto, sabemos que los nacionalismos de todas las formas tienen caminos fáciles hacia el jingoísmo y constituyen pendientes resbaladizas hacia el racismo y otros discursos de superioridad moral en los que la consagración política de la nación central puede darse a costa de “borrar”, a través de la invisibilidad o la violencia, al “otro” que se encuentra en su seno. El momento Mazuz, y sus paralelismos y antecedentes en la vida política israelí, son tristemente predecibles.
El desafío de nuestro tiempo, para los muchos sionistas que sentimos náuseas por esta campaña y lo que implica sobre lo que es electoralmente deseable en Israel, es promover una visión alternativa para el nacionalismo judío, que encuentre su camino a través de los principios democráticos, los derechos humanos y los principios que subyacen en el ejemplar código de ética militar israelí. Es probable que esto fracase si se construye en oposición al compromiso básico con el nacionalismo que los israelíes consideran esencial para el mantenimiento de su seguridad y tejido social. La carga para la sociedad israelí es construir una visión nacionalista que sea lo suficientemente sólida para los principios fundacionales de Israel, consciente de los riesgos que implica el deslizamiento moral y, lo que es más importante, que aún sea capaz de ganar las elecciones generales.
El desafío para aquellos de nosotros que estamos lejos, desesperados por apoyar a un Israel comprometido con estos valores, es continuar articulando la lógica y la pasión por este Israel que imaginamos, a pesar y en repudio a políticos tales como Mazuz. Nuestro sionismo debe demostrar que lo suyo es una traición fundamental.
Traducción: Daniel Rosenthal