Congregación
Quienes nos hemos involucrado por años en la actividad comunitaria judía solemos tener claro cuál es nuestro último desvelo, aquello que nos compele a seguir. Hay un sinnúmero de razones formales, estudiadas, formuladas, que muchas veces rozan el lugar común: continuidad, educación, valores, protección. También hay motivos que no sabemos cómo expresar; es más, en el día a día no los tenemos presentes, pero de pronto surgen con toda la fuerza de una epifanía no tanto para que sepamos por qué sino para que sintamos cómo. Muchas veces estamos tan ocupados en organizar y ejecutar acciones que preserven las causas formales que no podemos siquiera asomarnos a la experiencia propia y reveladora. Si estamos ocupados contando cuánta gente hubo durante Neilá en Iom Kipur, tal vez el último Avinu Malkenu haya sido más un ritual que una experiencia comunitaria.
Muy distinta es la experiencia judía inesperada e íntima. A veces sucede cuando estamos de viaje y buscamos aferrarnos a algo conocido: lo judío va con uno más allá de cualquier distancia. Pero no es necesario ir muy lejos.
Esta semana me encontré, por razones familiares, en el seno de la comunidad judía de Paysandú. Una de sus familias iniciaba el duelo por el fallecimiento del abuelo. Fui invitado a sumarme al minián de la tarde para decir Kadish. Llegado el momento, habiéndonos congregado una veintena de personas, y con los conocimientos disponibles, se recitó el Salmo 23 y se dijo Kadish por parte de los hijos. Era de noche en Paysandú, y en esa penumbra que inunda las calles de cualquier ciudad del interior, brillaba una luz en una ventana donde los judíos nos habíamos juntado a… decir Kadish. Yo era parte; mi hija era parte; los nietos del fallecido todavía muy niños eran parte. No había un minián, había por lo menos dos. Todos los judíos de Paysandú estaban allí habilitando el tiempo para recitar, honrar, y consolar. En toda su precariedad y brevedad, fue una experiencia judía intensa.
Unos diez años atrás, en el marco de la cooperación que la NCI de Montevideo ha tenido siempre con CIPEMU (Comunidad de Maldonado y Punta del Este), me encontré un viernes de tardecita, noche, en pleno invierno, acompañando y organizando “la Escuelita de Tradición” en aquella ciudad. Después de despachar los asuntos formales con mis compañeros de CIPEMU nos acercamos a presenciar el desarrollo de la actividad educativa. Fue el momento del Kabalat Shabat. Una decena de niños se apiñaron en torno a una mesa, se encendieron las velas, se bendijo el vino y el pan, se comió jalá. Afuera, Punta del Este en invierno: desierta, silenciosa, el viento en las ramas, el mar oscuro y agitado a pocos metros. Una luz en una ventana atraería la mirada del transeúnte que no pasó; pero yo estaba allí y sentí toda la fuerza de todos los judíos que encendieron con sus niños velas de Shabat e hicieron las bendiciones. Con celosías abiertas o cerradas, la llama nunca ha dejado de arder. Sigue ardiendo.
Cuando vivo experiencias de este tipo, de esta sobriedad franciscana (permítaseme la imagen prestada), me pregunto por qué me empeño tanto en contar asistencia como medida del éxito de una actividad. Por qué aplico el criterio primordial de lo cuantitativo por sobre el criterio más profundo de lo cualitativo. Sé por qué: porque necesitamos el efecto multiplicador. Necesitamos llegar a más y más personas para quienes lo judío es relevante, en mayor o menor medida; para que esa relevancia no se diluya. Pero experiencias como las que comparto hoy confirman que al final del día la experiencia judía es personal, es íntima, y se pone de manifiesto cuando no hay otra cosa que la experiencia judía en sí misma: recitar el Kadish o encender las velas de Shabat. El resto, parafraseando a Hillel, es comentario. Si contamos cuántos somos es para que, a mayor número de personas, más chance haya de que una, por lo menos, se sienta conmovida.
Después de todo, lo único que el judaísmo nos pide cuando de congregarnos se trata, son diez individuos. Pero no precisamos multitudes. Precisamos corazones.