Árbol de Vida
Hace cuatro años según el calendario hebreo, al cierre de Iom Kipur, las puertas del cielo se cerraron antes que yo pudiera atravesarlas. Gracias a Dios. No llegué a cenar, pero llegué a vivir. En el mes de convalecencia que siguió tuve mucho miedo y me invadió esa sensación de fragilidad que sólo un susto provoca. Hasta que finalmente decidí emprender un proyecto acorde a mi nueva condición de enfermo crónico: escribir un comentario semanal de Parashat Hashavua (la porción semanal de la Torá según la tradición judía) (www.lecturasposibles.blogspot.com) y completar así el ciclo de su lectura.
Lo completé, efectivamente. En Simjat Tora 5776 había dado toda la vuelta a la Torá y había transitado desde las humanas historias de los patriarcas hasta los textos más escabrosos de Levítico. Sólo desde entonces tengo cabal noción de lo que este ciclo tan particular supone. Cómo nos define y condiciona como personas y especialmente como judíos.
Estamos en vísperas de un nuevo Simjat Torá. No he vuelto a acometer el desafío de leer y escribir Parashat Hashavua. Acaso espero un lapso de tiempo que exprese algo más simbólico; o tal vez para 5783 pueda arriesgarme a pensar distinto que siete años atrás. Quisiera sentir que el tiempo no ha pasado en vano. Sin embargo, aún sin leer específicamente, mucho menos escribir, cada año en esta fecha he tomado mayor consciencia del cierre del ciclo. No que a los seres humanos nos falten fechas que marquen vueltas de página: del internacional 31 de diciembre hasta la fecha de cumpleaños de cada uno, y pasando por eventos traumáticos o felices, todos tenemos esos momentos que son “un antes y un después”.
Pero este fenómeno de terminar y volver a comenzar un libro que alguno se ha jactado de saber de memoria; esto de releer año tras año exactamente el mismo texto; el mismo desenlace; los mismos buenos y malos; el mismo suspenso y las mismas injusticias; las mismas interrogantes y la misma fuerza poética; esto no es “un antes y un después” sino un continuo cuya inmutabilidad no hace otra cosa que reflejar nuestro cambio permanente. Cuando otra vez leeremos acerca de la muerte de Moshé en Deuteronomio, o cómo se separan la luz y la oscuridad en Génesis, exactamente de la misma forma que sucedió el año pasado, nosotros sabremos que no hay nada, absolutamente nada en nuestra vida, que se repita de igual modo. Mucho menos que se multiplique idéntico a sí mismo. Sólo este texto.
Dice el versículo: “es un árbol de vida para los que se aferran a ella” (Proverbios 3:18). La metáfora es potente, sus derivaciones múltiples. Por cierto que un árbol connota permanencia, tiempo, y si bien también tiene su ciclo, éste excede al nuestro. Un árbol puede ser una referencia inamovible, mientras que nuestra vida transcurre bajo el claroscuro de su follaje. Como el viejo roble al que Andy dirige a su amigo Red en “Sueño de Libertad” (“The Shawshank Redemption”). Ser libre es tener noción del paso del tiempo.
En estos tiempos en que el israelí Yuval Noah Harari está tan en boga como gurú de nuestro tiempo, vale la pena volver a su idea básica en “Sapiens” acerca de nosotros mismos: somos la única especie capaz de hablar de aquello que no existe. En esos términos, Simjat Torá es una expresión sutil y casi imperceptible del artificio que los judíos hemos hecho con el tiempo. Como ya lo dijera Thomas Cahill en su libro “The Gift of the Jews”, los judíos le hemos dado a la humanidad la idea de un tiempo con sentido y propósito. El incambiable ciclo de la lectura de la Torá enfatiza la idea de que todo el resto de la existencia es perfectible. Está en nosotros perfeccionarlo.