El «MeToo» a la luz de Elul
Karin Neuhauser, 18 de setiembre de 2018, 9 Tishrei 5779
El tema del acoso sexual se ve algo distinto mirándolo desde los Iamim Noraim (los días entre Rosh Hashaná y Iom Kipur).
Una reciente entrevista a Ari Shavit, dos años después de su decisión de retirarse de la vida pública precisamente “para hacer teshuva” (reparar, volver al camino correcto) a raíz de una acusación de acoso sexual, facilita esa mirada, a la vez que pone juntas varias puntas del problema.
Entre esas puntas, una es que muchos no tienen claros los límites entre acoso, conducta impropia, e incluso cortejo. Aún donde esos límites han sido definidos por ley, como en Israel desde 1998, sigue faltando información y educación al respecto.
Otra pasa por el tratamiento público que hacemos del tema. Por un lado, por el uso y manipulación para obtener rédito político-partidario, mediático, o comercial. Por otro, porque no diferenciamos casos según gravedad, a la hora del escrache público y la condena social. Después de todo, no es lo mismo exigir sexo a cambio de trabajo, que importunar con avances en una situación de trabajo. ¿O si? ¿Lo que sancionamos es la acción, o la actitud común a ambas acciones?
De esa indefinición de límites y ese tratamiento público surge la percepción de que todo puede ser tomado como acoso. Y de ella, riesgos: retroceso a un puritanismo sexual, o a demandas de modestia; evitación del contacto, soledad.
A partir de esto, podríamos preguntarnos por ej., qué hacer con todo lo que no es acoso, pero igual molesta, o cómo considerar diferencias culturales o de contextos. Sin embargo, en el fondo hay algo aún más básico: un hombre que tenga el “sentido común de la decencia” (adaptando una expresión de Donniel Hartman), ¿necesita realmente la definición legal, o se autolimita desde la empatía? Si así fuera, cambiaría el blanco de las estrategias: de informar sobre una ley, a formar una capacidad.
Por otro lado, la entrevista y sus anexos (ver links abajo) recorren reacciones ante las denuncias. La de Shavit aparece honorable, casi ejemplar, pero muy distante de las usuales: negar, o minimizar el hecho; justificar o poner excusas; desacreditar, culpar, ensuciar, menospreciar o ridiculizar a la víctima; atacar, vilipendiar, contrademandar.
En cuanto a las tareas pendientes, a las mujeres, nos asignan la de explicar, hasta lograr que se entienda cómo nos hacen sentir; a los hombres, la de callar y escuchar, hacer teshuvá, y responsabilizarse.
El problema es que esto último, según el texto, aparentemente consistiría en llegar a visualizar, eliminar y reparar conductas arraigadas de opresión, exclusión, inequidad y explotación. Es sobre ese diagnóstico que quiero detenerme, desde el ángulo de lo que implica a efectos de la teshuvá del acosador.
Shavit formula el producto de su teshuvá y la tarea de un modo muy interesante: para él, no se trata de renunciar a su narrativa, sino de, a partir de ahora, sintonizar mejor con la narrativa del otro, es decir, de la mujer. Esa formulación interesa por varios motivos. Primero: porque no habla de “hechos” sino de “narrativas”, y porque reconoce y asume como inevitable la diferencia irreductible entre las de acosador y acosada; eso es casi una definición de pluralismo, en una extrapolación chocante pero tal vez productiva. Segundo: porque permite entender por qué el acosador no puede renunciar a su narrativa. Y tercero, porque a través de ello muestra cómo el problema funciona como ejemplo y por qué va más allá de sí mismo.
Primero, en cuanto al juego entre narrativas: ¿Cuál es aquella con la que Shavit cree que ahora debe sintonizar? La que le explica su hija feminista: que él es visto por las mujeres como un privilegiado hombre blanco, identificado con un grupo hegemónico o un centro de poder, que desde esa inequidad excluye, oprime y explota. ¿Y la suya? Que él no se ve como una figura de poder, ni intimidante; apenas como un mal intérprete de reacciones. Mi traducción: él no deja de creer que el problema está en la mirada de la acosada, que ve poder donde él ni lo veía ni lo usaba. ¿Acaso hablaría él de poder si su hija se centrara en otra cosa?
Pero, de hecho, el centro para la acosada es otro; las narrativas femeninas, la de la hija de Shavit y la de la acosada, difieren entre sí. En su denuncia, ella habla de lo visceral: de sentirse físicamente vulnerable, amenazada e impotente, disminuida, infantilizada, tratada como un pedazo de carne, por ser mujer. Aclaremos: él la empujó hacia sí tomándola por la nuca. Pero sobre todo habla de las ideas insidiosas acerca de las mujeres y sus cuerpos, que constituyen la “cultura de violación”.
¿Qué caracteriza a esa cultura, según ella? Primero, la idea de que las mujeres pertenecen a los hombres, como objetos (para ejemplos, oír a Trump). Luego, el considerar totalmente normal y natural la “charla de vestuario”, el discurso despectivo respecto a la mujer, y, agregaría, respecto a cualquier tipo de “otro”: negro, gay, judío, gordo, etc. De ahí viene el sorprendente uso de expresiones y actitudes despectivas como cumplido; esto pasa por el “pedazo de carne”, pero también por el ninguneo o la imposición de modestia, que algunos judíos presentan como admiración o respeto hacia la mujer.
Por último, la acosada habla del poder de ese discurso despectivo que, como se demuestra estadísticamente, desemboca en acto, en violencia. El punto aquí , es que eso ha sido la masculinidad para tantos: ejercer violencia, ya desde la palabra. Occidente al menos lo esconde en el vestuario; muchos musulmanes aún lo gritan, orgullosos, y algunos judíos lo llaman respeto.
Además de la hija y de Shavit y de la acosada, la tercera voz femenina que aparece y matiza es la de la entrevistadora, que es ni más ni menos que Orit Kamir, la impulsora de la ley antiacoso en Israel. Ella va más allá de lo legal, y se centra en los procesos personales: en la teshuvá que se impone Shavit, en la disculpa privada, en la comunicación, en el proceso y las estrategias de reconciliación. Ahí es donde tal vez se juegue el núcleo de la cuestión desde esta mirada. Porque no importa con cual de esas narrativas femeninas vaya a sintonizar Shavit, sino que logre reconocerlas, diferenciarlas, y tratarlas como tales y no como hechos, alumbrando estrategias para sintonizar. El, y también ellas.
Eso nos lleva al segundo punto que hace interesante la estrategia de Shavit: ¿por qué no puede (ni debe) Shavit renunciar a su narrativa? Pues porque hacerlo es renunciar a su identidad, a sí mismo, y eso es un suicidio simbólico; se le está pidiendo que se suicide. El se describe: un humanista liberal, no machista, que cree en la dignidad humana, que apoya por entero la revolución que se vive en torno al tema, y que aplaude el coraje de la acosada al exponerlo. Esa es su identidad. Lo que se le pide es que acepte que esa identidad es una fantasía, que nunca existió, que mate esa autoimagen; que se vea a sí mismo como un blanco poderoso, que actúa desde el privilegio de serlo, oprimiendo y violentando, porque se siente con derecho sobre una propiedad explotable. ¿Se le puede pedir realmente tal autonegación a alguien? No. Apenas lo que él decide hacer: darse por enterado, y evitar acciones que puedan ser vistas así desde esos ojos.
Viendo esto vemos cómo el problema funciona como ejemplo y por qué va más allá del acoso o las relaciones de género (que era el tercer punto interesante del planteo de Shavit). Es porque, en realidad, no es más que un caso particular de un problema mucho más general: el de la violencia, y los roles de víctima y victimario, a cualquier grado o escala, en un mundo donde las narrativas se siguen confundiendo con hechos.
Hay una diferencia abismal en las estrategias y resultados de las mismas cuando se compra esa confusión, y cuando no se la compra. Comprándola, los palestinos hoy se comportan como víctimas acosadas, y nos presentan como acosadores. Comprándola, nosotros les decimos que deben aceptar que son una nación inventada, que nunca existieron como pueblo, es decir, que se suiciden en el plano simbólico, como Shavit. Y ellos nos dicen lo mismo a nosotros, solo que eligen asesinarnos, tirarnos al mar. Comprándola, algún ortodoxo mata simbólicamente a los judíos liberales diciendo que no son judíos, o les exige que se suiciden como liberales, convirtiéndose en ortodoxos. Comprándola, el hombre le pide a la mujer que se suicide convirtiéndose en objeto, o la mata para demostrar que le pertenece, como si lo fuera. Eso es lo que nos estamos pidiendo los unos a los otros, mujeres a hombres, hombres (…largamente) a mujeres, palestinos a israelíes, israelíes a palestinos, judíos ortodoxos y liberales, heteros y gays, gremialistas y empresarios, padres e hijos….
Lo que encontró Shavit, teshuvá mediante, es que así, nada va a funcionar jamás. Lo personal está en el centro: así como Shavit no puede dejar su narrativa, porque sería autonegarse como hombre feminista, tampoco podemos pedirle a los palestinos que se disuelvan reconociéndose como pueblo inventado. Pero entonces, ¿en qué consiste la teshuvá para estos casos? ¿adónde debe llegar, a qué debe retornar, y quién debe hacerla? ¿cómo no comprar hechos, sino narrativas?
Las respuestas llegan desde otro interrogante; aparecen cuando la acosada, Danielle Berrin, se pregunta qué habría que hacer para readmitir al transgresor en la vida pública.
Primero, contesta, que tenga alguna idea de por qué se está disculpando. ¿La tiene Shavit? El responde: porque sus acciones causaron dolor. Y es cierto, hay mucho dolor a reparar. Ese es el hecho; lo demás, son narrativas. Tratarlas como tales implica escucharlas, comprenderlas, no necesariamente aceptarlas o adoptarlas. Una estrategia que exija al hombre negarse a sí mismo no repara el dolor, solo lo mueve de un sujeto a otro.
En segundo lugar, la teshuvá, señala Berrin es un proceso de transformación personal. ¿Qué transformaría, a la luz de todo esto? Pues tal vez la teshuvá de un hombre debería hacerle ver que lo que en el vestuario se ha estado llamando cortejo, o admiración, para la mujer es violencia, u objetualización; que a veces lo que se llama respeto es desprecio, y control, y que lo que requiere puertas cerradas para ser dicho….tiene algún problema. Debería llevarlo a sentir repugnancia, o al menos incomodidad, rechazo, en una “charla de vestuario”; a no participar de ella, a retirarse. En suma, debería devolverlo al “sentido común de la decencia”. Ese que, más allá de definiciones legales, lo hace capaz de sentir los límites desde su propio ser.
En tercer, lugar, según Berrin, la teshuvá debería además llevar a un acosador a hacer tzedaká: a pagar el daño con parte de sus ingresos donándolos para ayuda a necesitados, y/o a redimirse mediante algún tipo de servicio comunitario que le ayude a incorporar humildad a quien solo ha pensado en sí mismo. Pensar en sí mismo, con ésta óptica sería ver solo su propia narrativa, y verla como hecho. Humildad, sería ir hacia la narrativa del otro, reconocerla…y retornar, a la propia, también reconocida como tal. Si retornar a uno mismo es reencontrarse con el propio sentido de decencia y de unidad, entonces también es reencontrar la capacidad de salir de uno mismo para empatizar, para ponerse en el lugar del otro. Es decir, es la estrategia de Shavit.
Sí, es cierto, hay una teshuvá necesaria de la mujer respecto a todo esto también. Porque está la mujer que usa su atractivo para manipular y trepar, y da con ello pretexto o excusa al hombre. Está, sí, la mujer que se viste para invitar, y luego se queja de invasión, o la que se siente halagada por despertar miradas como pedazo de carne, y las busca. Está la mujer que no se siente igual, y teme decir no, y trata de salir de la situación del modo más político posible, como cuenta Berrin. Y está la que educa a su hijo para ser servido, y a su hija para servir y soportar. Pero además porque a veces la condena se transforma también en un ejercicio invertido e indiscriminado de violencia, en mujeres vengativamente prendidas de la yugular de los hombres, para las que ninguna reparación es suficiente.
Sin embargo, para Shavit no es el momento de hablar de la teshuvá de las mujeres. Antes hay mucho que escuchar, y que entender.
Por último, hay una teshuvá social, cuando la sanción va a lo que se hace en público, pero no a lo que se hace en privado, o a lo punitivo, y no a lo restaurativo, en términos de Berrin. Pero sobre todo porque se trata de modelos de conducta negativos respecto a la diferencia: modelos que la traducen a desbalance de poder, de fuerza, de intención de control, o la tratan y combaten como desigualdad, desconociéndola. Y en esa dimensión, la falta es hacia Dios, hacia el modo de construir realidades. ¿Cómo sembrar en el mundo modelos de conducta positivos frente a la diferencia, sea entre sexos, géneros, denominaciones, culturas o identidades nacionales? ¿Cómo se concilia esto con otros aspectos de la vida cotidiana? ¿Se puede respetar y ser consumista, por ejemplo?
Este es el momento histórico de las mujeres, dice Shavit. Es cierto, pero tal vez lo desbaratemos si nos volvemos hombres ejerciendo violencia en vez de perdón, si pedimos suicidios en vez de arrepentimientos, si despersonalizamos e igualamos por grupos, (tanto sea de hombres o blancos, como de mujeres, o negros), en vez de ayudar a potenciar y afirmar identidades y diferencias, es decir, narrativas personales sanas; si nuestras estrategias confunden narrativas con hechos, personas concretas con clases.
Cada ser humano es un mundo, dicen. Por eso el “caso Shavit” sirve como caso de todos. Y de todas.
Fuentes:
Ari Shavit: ‘I Was Blind to the Power I Had as a Privileged White Man’ By Orit Kamir.
My sexual assault, and yours: Every woman’s story. By Danielle Berrin.
http://jewishjournal.com/cover_story/190816/sexual-assault-every-womans-story/
Should We Forgive the Men Who Assaulted Us?. By Danielle Berrin.
https://www.nytimes.com/2017/12/22/opinion/metoo-sexual-assault-forgiveness.html