Elul y la Conversación Judía: el Liderazgo Comunitario
En sus palabras de despedida en la NCI de Montevideo durante Kabalat Shabat (viernes 17 de agosto) Itamar Sternberg, representante de la WZO para la zona, graficó la premura de Moshé en volver a trasmitir toda la Torá a su pueblo antes de, por un lado, entrar en la tierra (el pueblo), y por otro morir (Moshé). Esa imagen de urgencia que surge del texto deuteronómico aplica al mes de Elul: como escribió el poeta Nata Ionatan, “muere Av y muere Elul”, el tiempo apremia y nos conduce al quiebre entre los días sagrados de Rosh Hashaná y Iom Kipur. No en vano lo anunciamos con toques de Shofar durante todo el mes. En este contexto, ¿quién es Moshé, quién el pueblo?
Parashat Shoftim nos enfrenta al tema del liderazgo pero sobre todo al tema de la conducta. “Jueces y policías” (Deut. 16:18) refiere a quienes deben regular la convivencia social; la coronación de un rey (Deut. 17:15) refiere a la conducción en tiempos de guerra. En cualquiera de los casos, deben surgir de entre el pueblo, entre semejantes. Queda claro es que existe una dicotomía entre la convivencia social interna y el estado de guerra externo; cada uno exige un tipo de liderazgo. El primero está basado en criterios de justicia y control, mientras que el segundo se fundamenta en una línea de mando inequívoca.
Esa misma dicotomía aplica hoy a la situación en el Estado judío, Israel. La Justicia independiente que vela por la sociedad toda, por un lado, y las líneas de mando claras que aseguran la eficiencia de la gestión de la guerra. Hay quienes sostienen que esa dicotomía se ha desdibujado y que las líneas de mando político (a falta de Rey…), mediante Leyes Fundamentales, limitará la gestión de La Justicia. Habrá que ver. No en vano, con mayor o menor ironía, hay quienes cantan “Bibi Melej Israel” (Netanyahu, Rey de Israel). Como chiste, me resulta triste.
En la vida judía comunitaria en Montevideo, Uruguay, la dicotomía se mantiene: tenemos una conducta “social” puertas adentro y una muy otra “política” (lo de guerra acá no aplica estrictamente aunque existan situaciones difíciles). Mantenemos estructuras que se ocupan de nuestra relación con la sociedad, la prensa, los políticos, y el gobierno; sostenemos esfuerzos de prensa y difusión que resaltan ciertos valores aunque tiendan a ignorar otros; y nos unimos sin condicionamientos cuando surge una crisis. Tal vez dupliquemos los esfuerzos, o tengamos voces editoriales no precisamente convergentes, pero no cabe duda que mantenemos cierta unidad de criterio. Será porque siguiendo el mandato bíblico “ungimos” líderes que surgen por consenso (¿es verdaderamente así?) o tal vez, y sobre todo, porque como hijos de la Shoá seguimos teniendo una noción muy clara de los “Egiptos” de los que nos hemos liberado. No sin dificultades y dilaciones, el sistema nos mantiene unidos frente a la sociedad de la que somos parte. Ésta tiende a vernos como una unidad.
Pero la “guerra”, el contacto con el entorno, los pueblos que viven con nosotros, son sólo la mitad del asunto. La otra mitad somos nosotros con nosotros mismos: ¿quiénes son jueces y policías? ¿Cómo dirimimos nuestros conflictos, nuestras diferencias, o nuestras ya francas luchas intestinas entre hermanos? Si un tzadik (justo), ungido por algunos seguidores, se erige en juez y policía de otros judíos, ¿quién se erige como juez del tzadik? ¿Quiénes somos, unos u otros, para pasar sentencia acerca de nuestro prójimo? Si el Estado de Israel padece una tribalización creciente, no menos sucede en el seno de nuestra pequeña colectividad judía. Somos tan pequeños que el fenómeno resulta absurdo.
Admito que no llegamos a los extremos que ilustra el Talmud (Gittin, 55b) en el episodio de Kamtza y Bar-Kamtza: nosotros nos invitamos mutuamente en fiestas. No caemos en el fenómeno de “odio gratuito”. Pero fieles a nuestra idiosincrasia nacional, caemos en una indiferencia que resulta no sólo hiriente sino alarmante. La fragmentación es tal que tendemos a dejar de percibirnos mutuamente, excepto cuando es para compararnos y competir; eso no es percibir al otro, sino fantasear con prevalecer.
Otra posibilidad es percibir al otro como chivo expiatorio de nuestras propia imperfección: aquello que no podemos resolver de acuerdo a los criterios que nos hemos auto-impuesto, lo derivamos a otros ámbitos cuyos criterios, por diferentes, nosotros consideramos más laxos. Dicho de otro modo: el pluralismo comunitario sirve a los intereses de los rigoristas; siempre habrá quién haga aquello que nosotros no podemos hacer. Lo cual aplica para cualquier denominación.
De modo que entre la ceguera (se ignora al otro, se ignoran ciertos problemas) y el uso del otro como una suerte de “sobreviviente designado”, vamos transitando nuestra vida judía lavando nuestros trapos sucios cada año en Tishrei, pero sin hacernos verdaderamente cargo de liderar para generar un cierto cambio. No ya de realidad (la realidad es real, valga la redundancia) sino de percepción. En lugar de darnos la espalda, robarnos ceremonias, o denostar el esfuerzo de nuestro prójimo, deberíamos celebrar el pluralismo del que, mal que les pese a muchos, gozamos todos.
Volvemos entonces al tema del liderazgo. Pensar si verdaderamente habilitamos liderazgos que sacudan, o cambien, el statu-quo; o si perpetuamos liderazgos tradicionales que no caen ni por su propio peso. Si Moshé pudo resignar su protagonismo en el futuro que él mismo generó, y además también elegir y ungir al líder que lo sucedió, cómo no podemos nosotros aceptar nuestro tiempo y circunstancia y enorgullecernos de generar la impostergable sucesión. Si no lo hacemos, no hemos leído suficientemente la Torá; o hemos leído sólo las partes que sirven a ciertos fines.
Si algo sabemos desde la génesis es que ninguno entre nosotros tiene el poder de la eternidad, sino solamente la modesta facultad de emplear el tiempo propio para bien de todos. Nada surge con tanta fuerza como esta noción de comunidad que se instala hacia el fin de Elul. Todos preguntamos al prójimo: “¿a dónde vas?” A diferencia de Pesaj, indefectiblemente salimos de nuestras casas y del seno de la familia para instalarnos en el seno del pueblo. Es por eso que apelo a estos días previos al gran evento del calendario hebreo, Iom Kipur, para poner sobre la mesa temas largamente sabidos pero tenazmente postergados. Parafraseando el texto bíblico en “Shoftim”, es tiempo de pensar una vez más (sí, cada año tenemos una nueva oportunidad) qué liderazgo queremos, qué batallas elegimos, cómo las damos, y si nuestra primer palabra hacia el prójimo es “shalom”; no sólo como “paz”, pero sobre todo como “completud” o “integridad”.
Tal vez sean éstos los valores en que debamos focalizarnos: dar la bienvenida, integrarnos como variables de una misma raíz, y completar unos con otros el desafío milenario de perfeccionar el mundo. Nunca será posible sin líderes que estén alineados con una lectura colectiva de nuestro propósito.