Canto de David

Tu belleza, oh Israel, perece en tus alturas. ¡Cómo caen los poderosos! No lo refiráis en Gat ni lo enunciéis en las calles de Ashkelón para que las hijas de los filisteos no se regocijen y que no salten de júbilo las hijas de los filisteos.” 2 Samuel, 1:19-20

Por algún motivo durante mi última, reciente estada en Israel, estos versículos bíblicos que aprendí en la niñez volvieron a resonar en mi memoria. Curiosamente, no fue por un revés nacional; el mes de Junio volvió a henchir el orgullo israelí, si no el judío en toda su diversidad, por medio de logros diplomáticos, artísticos, de inteligencia, y lisa y llanamente militares. No era momento de elegías. Sin embargo, “cómo caen los poderosos” me resonaba persistentemente, como un eco.

El poder del texto davídico está en su contexto épico, por cierto, pero sobre todo en su dimensión lírica: no es tan específico como una elegía tradicional (véase Lorca o Miguel Hernández), pero refiere a dos figuras amadas y admiradas por David y el pueblo, Saúl y su hijo Ionatán. De modo que no es disparatado convocar el texto cuando uno piensa en sus propia circunstancia. El vacío por muerte y sacrificio (“al-bemoteja jalal”) al que hace referencia el texto hebreo no es ajeno a ciertos momentos de la vida de uno. Momentos de quiebre, momentos de cierre, momentos de incertidumbre. Momentos en que nuestras mayores certezas se sacuden por el peso propio de los ciclos y las coyunturas. Acaso uno se siente un poco David, protagonista y testigo de un acontecer que nos supera y desconcierta. Entonces el Canto de David viene al caso. Porque en algún momento todos somos poderosos, y al siguiente maldecimos la propia tierra que nos sostiene; no más vida, no más renovación. “Atención Israel, sobre tus difuntos, el vacío” (interpretación propia).

Sin embargo, el Canto de David es inequívocamente historia bíblica. Es personal y nacional a la vez. Puede convocarnos en lo personal desde una connotación remota y aun así, sostenible. Pero los versículos de David hablan de la caída en la batalla del Rey de Israel a manos del enemigo; no sólo del Rey, sino su sucesión. David no es meramente el poeta o salmista; es el gran protagonista de una historia que sólo está por comenzar. David canta su elegía y por ella trasciende; con la determinación que acometió a Goliat, este es su asalto final a la realeza y la gloria eterna.

¿Cómo se entrelaza, entonces, la historia personal con la historia nacional? Como judíos, somos conscientes de nuestra condición permanente, ambigua, y simultánea como protagonistas y testigos. El Canto de David quiebra la épica para desnudar la fragilidad y el dolor personales, a la vez que comanda la esterilidad del entorno ante la tragedia: no caerá el rocío sobre el Monte Guilboa. Cuando subimos a Jerusalém, nos inspira el mito davídico y mesiánico; cuando transitamos la tierra somos más conscientes de los filisteos. Sabemos cómo han caído los poderosos. Como David, hemos llorado seres amados.

Israel está lleno de vacíos provocados por la muerte sus héroes. Israel sabe de la caída de los poderosos. Israel es consciente de su vulnerabilidad. Israel llora sus pérdidas puertas adentro. Israel construye nuevos liderazgos, se renueva aun en la esterilidad adversa. Revirtiendo la maldición davídica, Israel hace florecer el yermo.

A ciento veinte años de iniciado el proyecto sionista Israel y el pueblo judío viven momentos de quiebre, incertidumbre, y por qué no desesperanza. Hay un statu-quo sostenible pero prosaico. Nos sabemos poderosos, pero recordamos cómo han caído los poderosos. Acaso ahí yazca nuestro poder, en nuestro propio sentido de vulnerabilidad. Sabemos que hay vecinos en los campos filisteos que se regocijan con nuestras pérdidas; el desafío es cómo contar la historia de modo que no sólo no se regocijen ellos, sino que no nos desalentemos nosotros.

David era un hombre inspirado pero pragmático: de un hondazo trajo al piso a Goliat; nos dio Jerusalém; aseguró un Estado viable. Parafraseando a Kohelet, aquel fue SU tiempo. Por eso cuando uno vuelve tan tenazmente a un texto básicamente tan triste uno debe hacerse las preguntas correctas: por ejemplo, cuáles son los recursos por los cuales uno escapa a ese paradójico destino. Como David, una forma es componer nuestras propias elegías, contar nuestras propias historias. Tal vez así se construya el futuro, tal vez así tengamos consuelo, y sólo así seguiremos contando el cuento que nos trajo hasta nuestros días.

Hoy, en lo personal, y pese lo que nos pese, nos toca ser protagonistas aunque alrededor nuestro caigan los héroes con los que crecimos. El desafío es sobrecogedor, pero nada que otros no hayan hecho en su momento y en circunstancias mucho más difíciles. Volvamos a contarnos nuestras historias a nosotros mismos, tanto las personales como las nacionales: resignifiquémoslas, hagámoslas relevantes hoy. La única forma que conocemos ha sido primero llorar la caída de nuestros héroes para inmediatamente, como en Iom Hazikaron y Iom Haatzmaut, volver a contar la historia.