Sionismo y después…
Ha pasado el tiempo del fervor nacional: desde Iom Hashoá y hasta Iom Haatzmaut recordamos a nuestros muertos de bendita memoria (Z’L) para de inmediato celebrar nuestra segunda liberación; la anterior fue de la esclavitud de Egipto. Es que así nos manejamos los judíos, en términos de siglos: lapsos enormes de tiempo salpicados por breves períodos donde, casi imperceptiblemente, todo cambia. Tomemos por ejemplos los escasos cincuenta años del exilio babilónico (586-537 BC) que, como afirma Paul Johnson, fundaron el judaísmo propiamente dicho. Sin ir tan atrás en el tiempo, tomemos estos setenta años que celebramos la semana pasada: tenemos una vaga noción pero no un cabal conocimiento de los cambios que se han producido en el seno del pueblo judío. Ya la Historia lo contará.
De igual modo, la Historia nos muestra que el judaísmo, también citando a Johnson, es más fuerte que la suma de sus partes. Su tendencia divisiva y a la vez fisípara tal vez sea la razón esencial de su preservación. Porque a lo largo de los siglos el judaísmo ha sabido encontrar los caminos que lo conserven con vida, del mismo modo que la sangre encuentra su camino desde y hacia el corazón a pesar de las obstrucciones propias de una cardiopatía; es una delicada mezcla de auto-cuidados, biología, e instinto de conservación. Cuando en algún punto aprieta hasta el ahogo, en otro punto se encuentra un torrente de vida.
El judaísmo fariseo del siglo I de nuestra era fue el camino que liberó al judaísmo no sólo del Templo de Jerusalém y los sacrificios sino de una clase sacerdotal rígida, una corriente esenia fanática, y una corriente zelota más fanática aún. Al mismo tiempo protegió, en el correr de los siglos, al Judaísmo del Cristianismo cuando éste finalmente conquistó Europa, y del Islam siglos más tarde.
De modo análogo el Jasidismo en siglo XVIII dotó al judaísmo de una nueva vivencia cuyos valores trascienden hasta hoy en día; en el siglo XIX el movimiento Reformista abrió una puerta a una visión más liberal que ya no se cerraría nunca. Finalmente, el Sionismo abrió otras puertas que miraron a Sión no sólo desde las sinagogas, sino desde la cruda realidad cotidiana.
(El problema de las facciones dentro del judaísmo no es un tema de supervivencia: no amenaza nuestra existencia, en todo caso la asegura. El problema de las facciones o divisiones dentro del Juadaísmo es moral: cómo nos vinculamos entre nosotros).
El siglo XX consolidó la facción Sionista, que hoy, en mayor o menor medida, engloba a todos los judíos del mundo. Cuando digo engloba incluyo la posibilidad de que muchos judíos deban pensar en términos sionistas aun cuando la creación del Estado de Israel les incomode; incluyo en ese grupo a los movimientos ultra-ortodoxos mesiánicos tanto como al intelectual George Steiner. A ciento veinte años de su fundación formal en el Primer Congreso Sionista, el Sionismo mismo es un abanico de facciones, partidos, y percepciones. Desde el Sionismo estrictamente realizador de mitad de siglo al Sionismo centralizador de hoy hemos recorrido un largo camino, nos hemos complejizado (sí, aún más) como pueblo, y adquirimos derechos y responsabilidades que no habíamos tenido durante dos mil años
El desafío que enfrentamos para este segundo siglo sionista es cómo sostener la narrativa. Ya tenemos el refugio y la soberanía, ya tenemos la fuerza, ya tenemos la tecnología, la cultura, y hemos construido el “espacio público judío”. De hecho, no sólo en Israel: encendemos candelabros en las plazas, hacemos versiones “urbanas” de nuestras festividades, y protestas pacíficas por el derecho a usar kipá. Todavía se asesinan judíos en forma individual y en grupos, pero ya no hay pogromos ni cruzadas. El antisemitismo vive y lucha, pero por primera vez en dos mil años el Judaísmo no sólo vive, también lucha en todos los frentes. De modo que el Sionismo e Israel ya no son una cuestión de reivindicación nacional o refugio para sobrevivientes.
El Sionismo del próximo siglo debería constituirse en un movimiento que persevere en acompasar las aspiraciones nacionales (inagotables, permanentes, esenciales) con las aspiraciones morales y éticas. No podemos sustituir, ni permitir que suceda a manos de otros, la narrativa sionista por una narrativa palestina que no sólo ignora la nuestra, sino que la descalifica. Como judíos diaspóricos, y aun como judíos israelíes, no se trata de cambiar el objeto de nuestros desvelos de los judíos a los palestinos, porque si pensamos en términos de víctimas y victimarios, los judíos, los palestinos, y por qué no los armenios, por ejemplo, estamos del mismo bando: el de las víctimas. El Sionismo del Siglo XXI no puede permitir que el pueblo judío se convierta en victimario: ni en la realidad ni en la percepción de la opinión pública. Se puede existir sin ser ni uno ni otro, y eso es lo que debemos aprender y mostrar al mundo, como tantos valores que supimos aprender, aprehender, y difundir.
Estos aniversarios redondos en 2017 y 2018 han permitido que todos nos detengamos un minuto en la frenética carrera de la supervivencia y la prevalencia. 2017 habilitó la discusión acerca de nuestra legitimidad en la Tierra de Israel, nuestra relación con los vecinos próximos y no tan próximos, y los valores y razones que llevaron a la fundación de un Estado; también dio lugar, cincuenta años después, a mirar en perspectiva la fulminante victoria de la Guerra de los Seis Días en 1967; no fue una victoria pírrica, pero con el paso de los años hemos aprendido que nosotros mismos introdujimos el caballo de Troya dentro de nuestras murallas. El profesor Mica Goodman ha denominado a esta paradoja “Trampa 67” en un libro de reciente autoría.
2018 permitió desatar la euforia de celebrar otro número redondo de la existencia del Estado, nuestra expresión política y soberana. Si bien la tendencia natural y por cierto justificada es a ver los logros, también es una oportunidad para evaluar lo que se ha perdido en el camino y aquello que no se ha logrado. Sobre todo, y a eso apuntamos en estas reflexiones “sionistas”, Israel a los 70 años es una oportunidad de renovar la narrativa sionista hacia algo más significativo.
Si esta narrativa queda atrapada por la narrativa de las minorías, simplemente la perderemos. Y si tal cosa sucediera, tal vez como nunca antes en la Historia, el Judaísmo quedaría reducido a grupos cerrados y rigoristas por un lado, y a grupos de un judaísmo diluido, en proceso de desaparición, por el otro. Si el Judaísmo es una expresión nacional, y así lo entiendo yo, el Sionismo vino para quedarse. Está en nosotros dotarlo de significación.