Israelíes, Palestinos y la necesaria injusticia de una Partición
Yossi Klein Halevi, The Wall Street Journal, 13 de abril de 2018
A lo largo de las últimas semanas, la “Marcha del Retorno” palestina iniciada por el grupo islamista Hamas ha llevado a decenas de miles de manifestantes a la frontera entre Gaza e Israel, donde se han enfrentado con las Fuerzas de Defensa de Israel. Hamas dice que las marchas continuarán hasta mediados de mayo, cuando Israel celebre su 70 aniversario y los palestinos lloren por lo que llaman la Nakba o catástrofe, la crisis de los refugiados que fue el resultado de la guerra árabe contra la creación de Israel. Al monitorear las dramáticas escenas de las últimas semanas, la comunidad internacional y los medios se han centrado en el presunto uso de una fuerza desproporcionada por parte de los soldados israelíes contra los manifestantes palestinos y en la miseria económica de Gaza. Lo que se le ha pasado por alto a la mayoría de los observadores, es el raro momento de claridad que este enfrentamiento ha ofrecido: la Marcha del Retorno es una negación explícita de una solución de dos estados, con un estado palestino en Cisjordania y Gaza coexistiendo junto a Israel.
Si los palestinos que viven en Gaza – una parte de Palestina bajo dominio de Hamas – todavía se consideran a sí mismos como refugiados que tienen la intención de “retornar” al estado judío, entonces la única concesión que puede satisfacer sus aspiraciones es el suicidio nacional de Israel. El verdadero mensaje de las protestas es que el conflicto no tiene que ver con deshacer las consecuencias de 1967, cuando Cisjordania y Gaza quedaron bajo el dominio israelí en la Guerra de los Seis Días, sino con volver atrás para antes de 1948, cuando Israel nació. Como lo expresó el líder de Hamas, Ismail Haniyeh, el intento de romper la frontera es el comienzo del regreso a “toda Palestina”. El destino es Jerusalem y el objetivo es la creación de un estado palestino entre el río Jordán y el mar Mediterráneo, borrando del mapa a Israel.
Sin embargo, los palestinos no están solos en albergar ambiciones maximalistas. Israel, también, defiende el derecho del retorno a toda la tierra entre el río y el mar. Los colonos de Cisjordania y sus partidarios, incluido el actual gobierno del primer ministro Benjamín Netanyahu, creen que esta tierra solo puede albergar una sola soberanía nacional: la nuestra. Al igual que los palestinos que sueñan con el “retorno” al estado de Israel, el movimiento de los asentamientos tiene como objetivo la transformación demográfica. Su objetivo es llenar Cisjordania con tantos israelíes que la retirada sería imposible. Aún no han logrado este objetivo. Cerca de medio millón de israelíes viven en los asentamientos, aunque la mayoría está lo suficientemente cerca de la frontera de 1967para que pueda trazarse una línea que permita a Israel anexionar una pequeña parte de Cisjordania a cambio de otorgar territorio a un estado palestino desde dentro del propio Israel. Pero los asentamientos en las profundidades de Cisjordania se están expandiendo y están destinados a frustrar tales concesiones.
Al igual que la mayoría de los israelíes, aunque según las encuestas las cifras están disminuyendo, yo apoyo el principio de una solución de dos estados, por el bien de Israel, no menos que por el de los palestinos. Liberarnos de gobernar sobre otro pueblo es un imperativo moral, político y demográfico. Es la única manera de salvar a Israel a largo plazo como un estado judío y un estado democrático, los dos elementos esenciales de nuestro ser. La partición es la única alternativa real a un estado único similar a Yugoslavia, en el que dos pueblos rivales se devoran mutuamente. Pero para tomar ese espantoso salto de la contracción territorial, retrocediendo a las fronteras anteriores a 1967, cuando Israel tenía apenas 9 millas de ancho en su punto más estrecho, necesitamos alguna indicación de que un estado palestino sería un vecino pacífico y no un enemigo más a nuestras puertas. La expresión práctica de esa buena voluntad sería el acuerdo palestino de que los descendientes de los refugiados de 1948 regresen a un estado palestino y no a Israel, donde amenazarían a su mayoría judía.
Hasta el momento, a pesar de años de negociación, ningún líder palestino significativo en ninguna facción ha aceptado esa compensación. En cambio, la condición previa palestina para una solución de dos estados es la aceptación israelí de términos que probablemente terminarían en un solo estado, con los judíos viviendo, en el mejor de los casos, como una minoría tolerada.
Sin embargo, para ambos pueblos, la partición requeriría sacrificios casi insoportables. ¿Cómo puede un estado judío ceder la soberanía sobre Hebrón, la ciudad de Cisjordania que es el centro de vida judía más antiguo del mundo y que se remonta a Abraham y Sara? ¿Cómo pueden los palestinos renunciar a la aspiración de regresar a los sitios de cientos de aldeas palestinas destruidas en lo que ahora es el estado de Israel?
La verdad es que, a pesar de mi apoyo político a una solución de dos estados, estoy de acuerdo a nivel emocional con los colonos. Temo la idea de la partición. Creo que todo este pequeño pedazo de tierra pertenece por derecho a mi gente, así como, por su parte, casi todos los palestinos que he conocido también creen lo mismo para ellos. A través de siglos de exilio, los judíos nunca dejamos de añorar esta tierra, manteniendo una presencia vicaria en nuestras oraciones y celebraciones. Para mí, “Cisjordania” es la región bíblica de Judea y Samaria, precisamente el nombre que los judíos le han dado durante milenios. Es el corazón de nuestra patria y de nuestra identidad como pueblo y como fe. Los judíos no son ocupantes en Judea. Y volvimos allí en 1967, de la manera más legítima posible: en una guerra defensiva contra otro intento del mundo árabe por destruirnos.
Pero a diferencia de los colonos, ese reclamo es mi punto de partida, no mi punto final. A regañadientes, dolorosamente, estoy dispuesto a intercambiar partes de mi tierra por una paz que incluya el reconocimiento de la legitimidad de Israel y de la indigenidad del pueblo judío en esta tierra, concesiones que ningún líder palestino ha estado dispuesto a ofrecer. Las afirmaciones maximalistas por parte de ambos lados pueden conducir fácilmente a la desesperación. Pero al reconocer con franqueza la realidad histórica y emocional detrás de ellas, quizá también podamos encontrar la base para una solución.
La lógica cruel pero esencial de la partición es que ambos rivales pueden presentar un argumento convincente de por qué la totalidad de esta tierra amada les pertenece a ellos por derecho. El espacio entre el río y el mar tiene dos territorios conceptuales: la tierra de Israel y la tierra de Palestina. ¿Cómo, entonces, podemos salirnos de nuestras geografías mutuamente conflictivas y comenzar a acomodar los mapas respectivos?
Tal vez aceptando que ambas partes aman a esta tierra en su totalidad y que ambas partes deben violentar ese amor. Un acuerdo de paz debe aceptar francamente la legitimidad de los reclamos maximalistas de cada parte, aun cuando proceda a contraerlos. La partición es un acto de injusticia tanto contra los palestinos como contra los israelíes. Es el reconocimiento de los límites a nuestros sueños: un acuerdo dividiría no solo la tierra, sino también la justicia entre dos demandantes legítimos.
Entiendo profundamente el atractivo de los reclamos maximalistas. Crecí en Brooklyn en la década de 1960, y me atrajeron los movimientos juveniles de la derecha judía nacionalista. Cuando adolescente, llevaba un collar con un pequeño mapa de plata de toda la tierra de Israel, tal como lo definía el sionismo de derecha de esa época. Incluía no solo Cisjordania y Gaza sino también el territorio que se convirtió en el Reino de Jordania, que Gran Bretaña separó de la Palestina histórica en 1922. Con el tiempo me di cuenta de que tratar de llegar a un acuerdo con los palestinos debe prevalecer sobre la afirmación de la totalidad de nuestro justo reclamo. Mi punto de inflexión se produjo cuando, como soldado israelí, serví en los campos de refugiados de Gaza en la década de 1980. Los palestinos adolescentes arrojando piedras a nuestras patrullas me recordaron a mí mismo como un ferviente joven ideólogo, y también la futilidad de tratar de suprimir los anhelos nacionales de un pueblo.
Ninguno de los lados puede o debe renunciar a su reclamo emocional de la integridad territorial. Sin embargo, no todos los reclamos deben implementarse en su totalidad. El estado de Israel no puede ser lo mismo que la tierra de Israel, el estado de Palestina no puede ser lo mismo que la tierra de Palestina. Cada pueblo debería ejercer la soberanía nacional en sólo una parte de su tierra. El argumento moral para la partición es simplemente este: para permitir que el otro lado logre cierta medida de justicia, cada lado necesita imponerse a sí mismo una cierta medida de injusticia. Un acuerdo así requeriría concesiones desgarradoras. Ambas partes deberían aceptar límites a su legítimo derecho de retorno. Eso significa que los israelíes deberán dejar de construir asentamientos en el futuro estado palestino en Cisjordania y Gaza, y significa que ningún descendiente de los refugiados palestinos “regresará” al estado de Israel. El estado judío absorbería a aquellos de la diáspora judía que deseen vivir en su tierra ancestral, y el estado palestino absorbería a aquellos de la diáspora palestina que quieran vivir en su tierra ancestral.
En 1950, el nuevo estado de Israel aprobó la “Ley del Retorno”, que garantiza la ciudadanía automática a cualquier judío que llegue a casa desde cualquier parte del mundo. Al igual que los inmigrantes judíos de Yemen y Rusia y Marruecos y Etiopía, así me convertí en israelí: en 1982 dejé mi casa en Nueva York, me presenté en el aeropuerto Ben-Gurion y declaré que era un hijo que regresaba. La Ley del Retorno es la base sobre la cual se asienta el estado judío, definiendo su responsabilidad moral con el pueblo judío. El estado de Palestina seguramente promulgaría una ley similar para su diáspora.
Pero ¿algo de esto sigue teniendo alguna relevancia? La dura realidad es que los palestinos y los israelíes estamos tan alejados los unos de los otros como lo estuvimos siempre. No hay una base de confianza, y mucho menos un reconocimiento mutuo. Las décadas de violento rechazo palestino a la partición han creado desesperación entre los jóvenes israelíes, permitiendo que prevalezcan nuestros propios maximalistas. Y del lado palestino, el mensaje implacable, transmitido a una nueva generación por medios, escuelas y mezquitas es que los judíos son ladrones, sin raíces históricas en esta tierra.
Cuando los israelíes miramos nuestras fronteras, vemos enclaves terroristas casi por doquier, comprometidos activamente con nuestra destrucción. Hezbollah en el norte, Hamas en el sur, y el más peligroso de todos, los Guardias Revolucionarios iraníes, estableciendo bases cerca de nuestra frontera con Siria. Cualquiera de esas fronteras puede explotar en cualquier momento, amenazando con una guerra regional. Esa sensación de vulnerabilidad ayuda a explicar por qué Israel está tan decidido a prevenir incluso una violación simbólica de su frontera con Gaza. Una encuesta reciente reveló que el 67% de los israelíes cree que, si mañana se creara un estado palestino, Hamas eventualmente tomaría el control, creando una entidad radical en Cisjordania, en nuestra frontera más sensible, a tan sólo unos minutos de Tel Aviv y Jerusalem.
Y, sin embargo, irónicamente, justo cuando la esperanza de un acuerdo israelí-palestino parece estar definitivamente llegando a su fin, oportunidades inimaginables parecerían estar abriéndose para Israel en el amplio mundo sunita. El desastroso acuerdo de la administración Obama con Irán, que dejó a éste en el umbral nuclear mientras lo empoderaba aún más como matón regional, tuvo un efecto positivo, aunque no intencionado: unir a los líderes sunitas con Israel en una alianza de temor, odio compartido al acuerdo y miedo a un Irán imperial. La declaración reciente y sin precedentes del Príncipe Heredero de Arabia Saudita, Mohammed bin Salman, aceptando inequívocamente el derecho de Israel a existir, es una consecuencia de esa relación emergente. Es, potencialmente, un punto de inflexión histórico. Una relación estratégica israelí-sunita cada vez más profunda podría evolucionar hacia una relación política, fomentando la participación regional para mitigar, si no resolver, el conflicto palestino. Un posible acuerdo interino podría incluir concesiones israelíes graduales a los palestinos, revirtiendo el impulso de la expansión de los asentamientos y fortaleciendo la economía palestina, a cambio de una gradual normalización con el mundo sunita.
Ese escenario es aún remoto. Y, sin embargo, por primera vez en muchos años, es posible imaginar un futuro diferente. Incluso mientras se desarrolla la fase más reciente de la tragedia palestino-israelí en la frontera de Gaza, no debe permitirse que la esperanza de una partición no amada muera definitivamente.
Traducción: Daniel Rosenthal