Sionista

Yo nací sionista. Esa condición no me ha abandonado en mis sesenta años de vida. Soy sionista porque soy judío, pero sobre todo aplica la inversa: soy judío porque soy sionista. Cuando yo nací en Afula, cuando yo crecí mis primeros meses en un kibutz, cuando aprendí a caminar en Beer-Sheva, ya era sionista. Cuando mi primera maestra, ya en Montevideo, preguntó mi nombre,  ella me hizo saber que yo era sionista. Desde el momento en que uno adquiere consciencia de sí mismo más allá del entorno familiar e íntimo, yo siempre supe que era sionista. Israel, el hebreo, y la noción del eterno y permanente retorno, son parte de mí desde siempre.

Yo soy un hijo del Sionismo. Unió a mis padres, marcó su derrotero y su destino, su percepción del mundo, su sentido de la vida. En casa no se hablaba de Europa o la Shoá; en casa se hablaba del kibutz, del calor en Afula aquel 31 de julio de 1957, de los arenales del Neguev que se veían desde las ventanas del “shikun” (barrio) donde vivíamos en Beer-Sheva; último bastión de la precaria civilización israelí frente a la magnitud del desierto. En casa se escuchaba a Yaffa Yarkoni y se leía Bialik. En casa los amigos eran israelíes, “shlijim” (enviados, educadores).

Cuando nací Israel no tenía todavía diez años. Así de precaria era la existencia, todavía racionada. Había pocas sombras para proyectar en aquellos páramos a los que las viejas fotos me transportan. Había poca comida, y la mejor comida era cara; así me cuentan. No había turismo; Israel era todavía sólo un refugio. Hacer “aliá” (emigrar, “ascender” a Israel) era un auto-exilio en aras del desexilio nacional definitivo. Era un viaje en barco sin retorno vía algún puerto mediterráneo para desembarcar aquella costa lineal y agreste, con Haifa extendida tímidamente sobre el Carmel. Diez años más tarde, en 1967, Israel cambió para siempre; cincuenta y un años más tarde, el cambio no se detiene. Cuando pisé Israel por primera vez con consciencia adulta ya tenía quince años y mi propio sionismo, ya ideologizado. Qué hicieron mis padres, largamente “iordim” (emigrados, “descendidos” desde Israel), con el suyo, eso es otra historia. Yo habría de escribir la mía cumpliendo mi propia profecía: hacer “aliá”.

Hoy soy también yo un “iored”. El concepto ha caído en desuso, pero yo soy digno hijo de mis padres y todavía guardo el peso de aquel estigma. Soy “iored” precisamente porque sigo siendo sionista. No vivo en Israel, pero soy sionista, y por lo tanto seré siempre un “iored”, el que no cumplió la profecía. En estos cuarenta años de exilio, como nuestros antepasados en Babilonia allá por el 586 AC, me convertí en judío: cultivé la sinagoga y la lectura, anhelé Sión, y construí comunidad. Aprendí los fundamentos del rezo, la aproximación al texto, me asomé al Talmud, y empecé a comprender la magnitud de nuestra genealogía de la palabra. No han sido años en vano, todo lo contrario; soy más cabalmente judío que cuando nací y crecí.

Hay un solo problema: nací, soy, y moriré Sionista. Creo y hago mío, por sobre todos los demás, el mito de la Tierra Prometida. “El año próximo en Jerusalém” no es un slogan, un deseo; es la esencia de lo que somos: los eternos viajeros que, como el patriarca Abraham, han sido conminados a abandonar su tierra, su familia, su casa paterna. No es que todo lo demás pierda valor; pero cuando el Sionismo queda por fuera, cuando sólo somos judíos del libro, pierde sentido. El judaísmo, aún en su construcción mesiánica extrema, no tiene más objetivo que vivir en la Tierra de Israel construyendo “un reino de sacerdotes y un pueblo santo” (Éxodo 19:6).

Celebrar setenta años de la creación del Estado supone agitar banderas y cantar “Aleluya”, pero sobre todo supone cantar el “Hatikva”. Israel no podía tener otro himno. El “Hatikva” nace del fluir de los ríos de Europa, donde nació el Sionismo, y habla de la esperanza de “ser libres en la tierra de Sión”. Será que lo entiendo así porque soy, nací, sionista. Esa es La Tierra, éste es el pueblo, y hemos tenido la bendición de haber nacido cuando otra vez los caminos, que una vez se bifurcaron, han vuelto a cruzarse.

Celebremos haber sobrevivido, existido, y llegado a este tiempo. Amén.