Historia Judía: nuevas aproximaciones.
Adam Kirsch, The New Yorker, 26 de marzo de 2018
“¿Puede existir una historia de un esclavo?” Cuando Isaak Markus Jost formuló esta pregunta, en la introducción a su “Historia general del pueblo israelita”, publicada en 1832, no estaba claro en absoluto que la historia judía fuera una disciplina académica viable. Jost sabía que a mucha gente le podría parecer que la parte importante de la historia judía había terminado con la Biblia, quedando sólo una larga secuela de sufrimientos pasivos. “Se sostiene comúnmente que cuando la actividad independiente ha cesado, también ha cesado la historia”, señalaba. ¿Y dónde estaba la actividad independiente en la historia judía? Desde que Judea fue aplastada por el Imperio Romano, los judíos no poseían ninguna de las cosas que conforman la historia habitual de una nación: territorio, soberanía, poder, ejércitos, reyes. En cambio, los eventos notables en la historia judía eran expulsiones, como las que expulsaron a los judíos de Inglaterra en 1290 y España en 1492, o masacres, como las que costaron miles de vidas judías en Renania durante las Cruzadas y en Ucrania en el siglo XVII.
Para una generación de académicos alemanes dedicados a inventar lo que llamaron “Wissenschaft des Judentums” (la ciencia del judaísmo), era crucial superar esta visión desesperanzada. Sobre todo, era necesario rebatir al mayor pensador histórico de la época, Hegel, que había elevado la escritura de la historia a una rama de la filosofía. Hegel consideraba que la totalidad de la historia mundial -o, al menos, la de la historia europea, que para él era lo que contaba- era una revelación progresiva del espíritu. Cada civilización hizo su contribución a la formación de la humanidad; después de ello, inevitablemente se derrumbó, dando paso a la siguiente etapa. Este esquema tuvo dificultades para explicar una civilización en particular. A principios del siglo XIX, ya no existían dinastías egipcias, ciudades-estado griegas o emperadores romanos; pero aún había judíos que practicaban la misma religión que sus antepasados, milenios antes. Para Hegel, la función histórica del judaísmo cesó una vez que el cristianismo universalizó sus valores: “El templo de Sión se destruye; la nación que sirve a Dios se dispersa a los vientos”. Entonces, ¿qué explicaba la negativa judía de desvanecerse en la historia?
Los primeros historiadores modernos del judaísmo convergieron en la idea de que persistió porque su contribución a la civilización humana fue de relevancia eterna. Esta contribución fue caracterizada por varios escritores como “la unidad ilimitada del todo”, “el espíritu universal que está dentro de nosotros” o “la idea de Dios”. Lo que compartían era una convicción de que el judaísmo estaba definido por el monoteísmo ético y la esperanza mesiánica. Si los judíos nunca dejaron de predicar estas ideas, fue porque el mundo siempre las necesitó. En palabras de Heinrich Graetz, el más grande de los historiadores judíos del siglo XIX, “El judaísmo no es una religión del presente sino del futuro” que mira “hacia la época futura ideal … cuando el conocimiento de Dios y el reino de la justicia y el contentamiento hayan unido a todos los hombres en los lazos de la hermandad”.
Tales argumentos fueron relevantes y representativos de una generación de judíos europeos que querían entrar en la corriente principal de la sociedad europea, no como suplicantes, sino como los portadores orgullosos de una valiosa tradición. Si el judaísmo era menos un conjunto de antiguas costumbres y dogmas que un espíritu progresivo y eternamente renovado, entonces podía adoptar nuevas formas adecuadas para el mundo moderno. No es coincidencia que la era de la “ciencia del judaísmo” también vio el nacimiento del movimiento reformista, que buscaba reimaginar el culto judío. Como el judaísmo se definía por una idea más que por una nacionalidad, por ejemplo, era lógico pensar que los judíos ya no necesitarían orar por la restauración de su estado perdido en la tierra de Israel. Era algo innecesario, anunciaba un grupo de rabinos reformistas en 1845, porque “nuestro recién adquirido estatus como ciudadanos constituye un cumplimiento parcial de nuestras esperanzas mesiánicas”. Querían decir como ciudadanos de Alemania, donde parecía que los judíos podrían esperar un futuro libre de antiguos prejuicios.
Como sugiere esta sombría ironía, cada generación de historiadores dibuja un cuadro del pasado judío que está vinculado a lo que piensan sobre el futuro judío. Y esas visiones del futuro generalmente resultan ser incorrectas, porque los últimos dos siglos han visto turbulencias continuas y radicales en la vida judía. Después de que la Revolución Francesa y las conquistas de Napoleón trajeran la emancipación legal a los judíos en gran parte de Europa occidental, por ejemplo, muchos judíos comenzaron a pensar en su judaísmo como un asunto privado, una opción religiosa individual. No eran judíos que casualmente vivían en Francia, por ejemplo, como otros judíos en el pasado habían vivido en España o en Persia, sino “franceses de fe mosaica”. Pero la persistencia del antisemitismo, como se demostró en el Affaire Dreyfus, convenció a una generación posterior de judíos de que era una esperanza vana: que los judíos eran realmente una nación, y que sería mejor que encontraran un estado propio si querían sobrevivir. Esta fue la conclusión que convirtió a Theodor Herzl, un periodista vienés muy asimilado, que apenas observaba las costumbres judías, en el fundador del sionismo moderno.
La Revolución Rusa, el Holocausto, la creación del Estado de Israel, el surgimiento de la judería estadounidense: cada uno de estos desarrollos puso su propio sello en el significado de la judeidad y del pasado judío. ¿Cómo, entonces, aparece ese pasado desde la posición privilegiada de nuestro propio momento? ¿Qué es lo que le permite ver a un historiador judío del siglo XXI y qué oscurece? Estas son las preguntas planteadas por dos nuevas investigaciones importantes sobre el tema: “Una historia del judaísmo” (Princeton), de Martin Goodman, y “La historia de los judíos: Volumen dos: Pertenencia, 1492-1900” (Ecco), la última entrega de una trilogía de Simon Schama.
De ciertas maneras obvias, los dos libros presentan enfoques muy diferentes sobre el tema. Goodman, como declara su título, está interesado en la historia del judaísmo, es decir, en las ideas y prácticas religiosas que han definido la vida judía durante milenios. Habla de asuntos como el orden de los sacrificios en el antiguo Templo en Jerusalem, los argumentos doctrinales entre las diferentes sectas judías en el Imperio Romano y las variedades de misticismo judío, o Cabalá. Schama, por otro lado, está menos interesado en el judaísmo que en los judíos: seres humanos individuales que hay prosperado y sufrido. Sus sujetos no son de ninguna manera las personas que más contribuyeron a dar forma al judaísmo de su tiempo: en estas páginas nos encontramos con sólo unos pocos teólogos o rabinos. Más bien, Schama está fascinado por figuras como Dan Mendoza, un famoso boxeador de finales del siglo XVIII en Inglaterra, y Uriah Levy, un teniente judío de la Marina de los EE. UU. que compró la casa de Thomas Jefferson, Monticello, en 1834. “La historia de los judíos” es un desfile de microhistorias, contadas en un estilo cautivador y dramático, que algún novelista o dramaturgo debería saquear para obtener material, del mismo modo que Shakespeare usó las Crónicas de Holinshed.
Sin embargo, a pesar de esta diferencia de enfoque, está claro que Goodman y Schama, quienes se criaron como judíos en Gran Bretaña después de la Segunda Guerra Mundial, comparten algunos supuestos básicos sobre lo que enseña la historia judía. Por un lado, a diferencia de sus predecesores germánicos, son empiristas. A ninguno de ellos le interesan los principios metafísicos o misiones históricas; no pretenden justificar el judaísmo como una fuerza constructiva en la historia mundial. Estos aspectos del trabajo del historiador judío han desaparecido, en parte bajo la presión de las concepciones modernas del distanciamiento académico, y en parte gracias a una mayor confianza en el derecho de los judíos a que se relate su historia. En cambio, Goodman y Schama ponen énfasis en la diversidad dentro del judaísmo. De acuerdo con el temperamento de los tiempos, o lo que ese temperamento parecía ser, hasta hace poco, están a favor del pluralismo y en contra del esencialismo. Esto se puede ver en la forma en que cada uno elige comenzar la historia de los judíos. Se podría pensar que el enfoque obvio sería comenzar por el principio, con Abraham, quien, en el Libro del Génesis, es llamado por Dios para ser el padre de una gran nación. Este fue el origen del pueblo judío, según su propia autocomprensión ancestral: la tradición judía se refiere a “Abraham, nuestro padre”, enfatizando el parentesco biológico entre los miembros de un mismo pueblo.
Pero, por supuesto, el judaísmo no es el nombre de un pueblo; es el nombre de una religión, un sistema de creencias y prácticas. Quizás, entonces, la historia debería comenzar con “Moisés nuestro maestro”, el legislador que trajo los mandamientos de Dios desde el Monte Sinaí. Fue Moisés el que convirtió el ser judío en una forma de vida, incluyendo todo, desde un comportamiento ético (no matarás, no robarás) hasta inescrutables rituales y tabúes (no usarás una prenda hecha de lino mezclado con lana). Quizás sea esta doble fundación -por Abraham y por Moisés, como pueblo y como fe- la clave de la durabilidad histórica de los judíos. Sin embargo, ni Abraham ni Moisés están disponibles como un punto de partida para un historiador moderno, por la sencilla razón de que no se puede probar que ninguno de ellos haya existido. De hecho, para un estudioso que suscribe cánones científicos y críticos de evidencia, es bastante cierto que no existieron, ya que sus historias están llenas de cosas imposibles de haber sucedido: las voces desde el Cielo, la zarza ardiente, la partición del Mar Rojo. En cambio, el historiador secular debe encontrar un punto de partida que esté bien atestiguado en evidencia no bíblica, y avanzar desde allí. Ya, en esta decisión, la memoria judía está separada de la historia judía; ésta debe estudiar a aquella, pero no debe confiar en ella.
Para Schama, en el primer volumen de su “Historia de los judíos”, esto significa comenzar en 475 AEC, en el asentamiento judío de Elefantina, en Egipto (Los escritores de la historia judía usan convencionalmente las iniciales EC y AEC, “Era común” y “Antes de la era común”, en lugar del explícitamente cristiano “Anno Domini” y “antes de Cristo”, aunque la numeración de los años sigue siendo la misma.). En aquella época, lo sabemos por fragmentos de papiro recuperados, había una próspera colonia de soldados judíos en el sur de Egipto, que servían como guardias fronterizos para el Imperio Persa. De hecho, construyeron su propio templo. Para cualquiera que use la Biblia como guía del pasado judío, esto puede parecer extraño e incluso escandaloso. ¿No es Egipto el lugar que se supone que los judíos dejaron para siempre durante el Éxodo? ¿No advierte la Biblia innumerables veces que debe haber un solo templo en Jerusalem, y que ofrecer sacrificios en cualquier otro lugar es un pecado? Ya desde el principio, Schama muestra que la historia real de los judíos es considerablemente más compleja de lo que permite la historia oficial. Los judíos siempre fueron diaspóricos, viviendo fuera de la tierra de Israel, así como también en ella. Y los judíos siempre fueron religiosamente innovadores, desafiando a la autoridad centralizada del sacerdocio y la ortodoxia. En el tratamiento de Schama, los judíos de Elefantina suenan notablemente como muchos judíos estadounidenses de hoy en día: “mundanos, cosmopolitas, vernáculos”. Para Schama, el judaísmo comprende todo lo que los judíos han hecho, en todos los lugares, y las formas muy diferentes en que han vivido. El boxeador Dan Mendoza era judío, y también lo era Esperanza Malchi, la confidente de un consorte real del siglo XVI en la corte otomana, tan plenamente como figuras canónicas como Moisés Maimónides, el filósofo judío medieval o Theodor Herzl. Schama ofrece un atractivo enfoque humanitario y democrático de la historia judía. También es una forma de contar la historia que se centra en las interacciones de los judíos con las culturas no judías en las que vivieron. Esto se debe en parte a la naturaleza de las fuentes históricas sobrevivientes -los judíos que se volvieron notables en el mundo amplio y gentil, necesariamente tuvieron un grado inusual de contacto con ese mundo- y en parte porque Schama no está muy interesado en la práctica y los textos religiosos.
“¿Es el judaísmo una cultura autosuficiente o abierta?” pregunta. “¿Eran la Torá, la Biblia, el Talmud y la miríada de textos interpretativos que comentaban obsesivamente sobre ellos … lo suficiente por sí mismos para llevar una vida auténticamente judía?” La respuesta negativa está implícita en la palabra “obsesivamente”. Schama, que, como muchos judíos occidentales modernos, habita en un mundo judío muy abierto, encuentra difícil de entender el atractivo de una religión anterior, más cerrada. Cuando caracteriza a los judíos en la oración, el resultado es ambivalente: “Son sólo los cristianos los que inclinan la cabeza y cierran la boca en sus casas de oración. Nosotros, cantamos, hablamos, cantilamos, gritamos”. La intención de esto es cariñosa, pero no parece ingresar comprensivamente al mundo espiritual del que surgieron esas oraciones.
Tal vez por razones similares, en el segundo volumen de su trabajo épico, Schama dedica una atención desproporcionada a los judíos que viven en Europa occidental y Estados Unidos, que a principios del período moderno eran en su mayoría de ascendencia sefaradí, y comparativamente poca atención a los judíos ashkenazíes de Europa del Este (Los nombres de estas dos ramas principales de la judería europea provienen de los nombres hebreos de sus países de origen: Ashkenaz era Alemania, Sefarad era España). Sin embargo, en el siglo XIX, Europa Oriental era el hogar de la gran mayoría de los judíos del mundo, quienes vivían en una sociedad integralmente judía, de una manera en que las comunidades más pequeñas de Venecia o Amsterdam o América colonial no lo hacían. La experiencia de Europa del Este encaja menos bien en la imagen de Schama de la historia judía, que pone énfasis en las formas en que los judíos buscaban pertenecer, es decir, pertenecer a la sociedad cristiana. Por supuesto, Schama usa el subtítulo “Pertenencia” con pleno conocimiento de su ambigüedad, ya que nombra una esperanza que sería frustrada en la mayor parte de Europa.
Para Goodman, por el contrario, la historia judía tiene mucho más que ver con ideas y creencias compartidas. Le interesa lo que hizo judíos a los judíos, más que lo que los hizo simplemente humanos. Pero él también pone énfasis en que el judaísmo nunca fue una identidad simple o unitaria, y él también desconfía de la Biblia como fuente de evidencia histórica. Es por eso que comienza su libro no con las historias de origen bíblico, sino con la narración de esas historias por un judío, Flavio Josefo, que vivió en el siglo I EC, en el período de la historia registrada. De hecho, lo que sabemos acerca de este período de la historia judía es en gran parte gracias a Josefo, cuya obra colosal “Antigüedades judías” se dedicó a registrar toda la historia de los judíos en beneficio de una audiencia no judía de habla griega (Era, podría decirse, el Schama o Goodman del mundo antiguo.). Lo que Josefo revela es que el judaísmo de su época era diverso, controvertido y, a la luz de la tradición judía posterior, positivamente extraño. En el primer siglo EC, explica Goodman, había fariseos que sostenían una interpretación estricta de las tradiciones legales heredadas, y saduceos que basaban sus creencias solamente en las palabras de la Torá. Luego estaban los esenios, una remota comunidad ascética con fuertes inclinaciones apocalípticas que compartían propiedades en común. Finalmente, estaban los seguidores de lo que Josefo llama “la cuarta filosofía”, fanáticos teocráticos que creían que los judíos no deberían ser gobernados por ningún gobernante humano, sino sólo por Dios. Esto sin mencionar la desconcertante variedad de profetas mesiánicos y maestros carismáticos que poblaban Judea en ese momento, incluido Jesús de Nazaret, cuyos seguidores pronto dejaron el judaísmo completamente atrás.
La historia posterior de los judíos, muestra Goodman, está llena de divisiones similares. El Talmud, la compilación y comentario de la ley judía que fue escrito en los años 200-500 EC, es testigo de una distinción entre “amigos”, que se dedicaban a mantener la ley judía de forma estricta, y “gente de la tierra”, que eran ignorantes acerca de los detalles y en los que no se podía confiar, por ejemplo, para calcular correctamente el diezmo sobre sus cultivos. A principios de la Edad Media, los rabinos judíos, que honraban el Talmud, fueron desafiados por los caraítas, que lo rechazaban. Y, en el siglo XVIII, el nuevo movimiento carismático y pietista conocido como jasidismo se enfrentó a la oposición feroz de los tradicionalistas, que se llamaron a sí mismos mitnagdim, “opositores”.
Es tentador trazar una línea recta desde estas disputadas eras de la historia judía hasta el período moderno, que es el tema del último capítulo de Goodman. Hoy en día, existen divisiones significativas y a menudo ásperas entre los judíos reformistas, conservadores y ortodoxos; entre judíos sionistas y antisionistas; entre judíos seculares, asimilados y haredim, los ultraortodoxos que rechazan por completo la modernidad. Algunos de estos grupos no consideran a los otros como verdaderos judíos en absoluto, tal como los rabinos pensaron acerca de los caraítas, mil años atrás. Quizás podamos decir, con Eclesiastés, que no hay nada nuevo bajo el sol. Sin embargo, esto sería subestimar los cambios radicales que la modernidad ha traído al judaísmo, como lo ha hecho con todas las tradiciones religiosas. En efecto, la existencia misma de libros como los de Schama y Goodman puede tomarse como un signo de la diferencia moderna. Según el historiador ya fallecido Yosef Hayim Yerushalmi, la historiografía moderna judía rechaza “las premisas que eran básicas para todas las concepciones judías de la historia en el pasado”. Ese es el argumento central del libro de Yerushalmi de 1982, “Zakhor”, una de las obras más influyentes sobre la historia judía del último medio siglo. “Zakhor” es la palabra hebrea para “recordar”, un mandamiento pronunciado muchas veces en la Biblia, y es posible ver el judaísmo como una tecnología de memoria, un conjunto de prácticas diseñadas para hacer presente el pasado. Lea la Biblia con atención y encontrará que la fiesta de Pésaj, que conmemora el éxodo de los judíos de Egipto, es establecida por Moisés antes de que el éxodo realmente tenga lugar. Es como si el milagro ocurre principalmente para que pueda ser recordado. Pero la memoria, señala Yerushalmi, no necesita de la escritura de la historia. Las dos pueden incluso ser opuestas. Ciertamente, desde Josefo hasta el surgimiento de la erudición moderna, en el siglo XIX, no hubo historiografía judía de la que hablar. En su lugar, los judíos se conectaban con su pasado mediante parábolas y rituales, historias y símbolos, formas de recordar que generalmente están contrapuestas a los métodos y conclusiones de los historiadores modernos. Un buen ejemplo es la forma en que la tradición judía entendió uno de los eventos más traumáticos y con consecuencias en la historia judía: la guerra judía de 66-73 EC, una rebelión contra el gobierno imperial romano que terminó con la destrucción del Templo de Jerusalem y la despoblación del territorio entonces conocido como Judea (Algunas décadas más tarde, la provincia pasó a llamarse Siria Palaestina, por los enemigos tradicionales de los judíos, los filisteos: este es el origen del nombre Palestina.).
Hoy en día, todos los historiadores derivan la mayor parte de lo que saben sobre estos eventos del otro trabajo importante de Josefo: “La guerra judía”. Josefo fue a la vez participante y observador de los eventos sobre los que escribió: comandante de las fuerzas rebeldes judías, fue hecho prisionero y se convirtió en cortesano del emperador romano Vespasiano. Gracias a él, sabemos mucho sobre las complejas razones políticas, militares, dinásticas y religiosas de la derrota judía. Sin embargo, en los siglos posteriores a la destrucción del Templo, la mayoría de los judíos no leyeron a Josefo. Es revelador que el texto original de su libro, escrito en arameo para una audiencia judía, no haya sobrevivido. Solo la traducción griega fue preservada por cristianos que la consideraron importante para entender el mundo de Jesús. Para los judíos, la historia de lo que le sucedió al Templo debía encontrarse en otra parte, en el Talmud, que ofrecía su propia explicación de la tragedia: todo se debía a una invitación mal entregada. Según cuenta la historia, un hombre en Jerusalem decidió dar una fiesta y envió a un criado a invitar a su amigo Kamza. Desafortunadamente, el sirviente se confundió y fue a buscar a Bar Kamza, quien era el enemigo del anfitrión. Cuando Bar Kamza se presentó, el anfitrión se negó a dejarlo quedarse, persistiendo en su descortesía incluso cuando Bar Kamza se ofreció a pagar por toda la comida y bebida. Sintiéndse profundamente insultado, no sólo por el anfitrión sino por todos los rabinos que estaban presentes y no hicieron nada, Bar Kamza decidió vengarse. Acudió al emperador romano y presentó una acusación, diciendo que los judíos se estaban rebelando y se negarían a ofrecer sacrificios en su honor imperial. Cuando el emperador probó la acusación enviando un becerro al Templo para ser sacrificado, Bar Kamza lo mutiló de tal manera que sería ritualmente impuro. Los rabinos se negaron debidamente a permitir que se sacrificara; el emperador se enfureció y envió a sus legiones, y así, concluye el Talmud, “nuestra Casa ha sido destruida, nuestro Templo quemado y nosotros mismos exiliados de nuestra tierra”.
Si se hubiera perdido el relato de Josefo, como se perdieron tantos textos antiguos importantes, la historia de Kamza y Bar Kamza sería nuestra fuente principal para uno de los eventos más importantes en la historia judía. En otras palabras, básicamente no sabríamos nada al respecto, porque el cuento es, evidentemente, no un relato histórico sino una parábola. Destaca lo que el Talmud dice en otra parte, que la catástrofe fue causada por un “odio sin fundamento” entre judíos: el rencor del anfitrión y la venganza de Bar Kamza resultaron en la ruina de todo el pueblo. Curiosamente, este es esencialmente el mismo veredicto que ofrece Josefo, excepto que, en lugar de una disputa personal sobre una invitación a una fiesta, habla de la rivalidad mortal entre las facciones políticas y religiosas. Tal vez haya un límite a la cantidad de división que una comunidad puede tolerar.
La historia del Talmud condensa estos eventos complejos en una lección moral utilizable. Así es como el pasado se convierte en memoria viva, incluso al precio de la falsificación. Los historiadores como Schama y Goodman tienen el honor de evitar ese tipo de distorsión edificante. “Mi intento de presentar una historia objetiva del judaísmo puede parecer ingenuo a algunos lectores”, escribe Goodman en su introducción. Es mejor decir que es esta misma concepción de lo que significa ser objetivo lo que marca a Schama y Goodman como productos de un momento particular de la historia judía. La noción de que el judaísmo tiene que ver con la diversidad y el pluralismo refleja un liberalismo multicultural y librepensador que es muy compatible con la audiencia secular de habla inglesa de estos libros.
Pero ese liberalismo está bajo varios tipos de presión en nuestra era de creciente nacionalismo y extremismo religioso. Las lecciones de la historia judía pueden parecer bastante diferentes desde la posición privilegiada de Tel Aviv o Hebrón. Doscientos años a partir de ahora -y los antecedentes sugieren que si la humanidad todavía existe en doscientos años, habrá judíos- libros como los de Goodman y Schama bien podrán parecer productos de una visión del mundo tan remota y misteriosa como la de los saduceos. Quizás esta evolución constante del significado de la historia judía sea, de hecho, su significado más verdadero. Hegel escribió, críptica pero influyentemente, que “el búho de Minerva extiende sus alas sólo al caer la noche”. En otras palabras, la plena comprensión, tradicionalmente simbolizada por Minerva, la diosa romana de la sabiduría, sólo es posible cuando un fenómeno histórico haya concluido, cuando se haya convertido en parte del pasado. Pero la historia judía, después de tres mil años y contra todos los pronósticos, sigue siendo una obra en curso.
Traducción: Daniel Rosenthal