Momentos
Borges hubiera dicho algo así como: un día, todos los días. Joyce escribió: “todos los mares del mundo se agitaron alrededor de su corazón”. Benedetti, o su alter ego Ramón Budiño, terminó cediendo ante las copas de los plátanos; Edmundo Budiño lloró. Amos Oz en su “Historia de Amor y Oscuridad” comprendió que el pájaro Eliza lo intentaría para siempre. Macondo supo que al final de los cien años nacerían, indefectiblemente, niños con cola de chancho.
A todos la vida se nos hace momento. Se nos hunde toda en nuestro corazón y la contenemos, la hacemos nuestra. Acaso la racionalizamos como Borges. Acaso no entendemos ni percibimos, como Eveline. Acaso cedemos a nuestras debilidades como Ramón Budiño. O a nuestra tristeza más profunda y oscura como don Edmundo o el hijo desconsolado de Oz. Acaso tomamos distancia y nos miramos como protagonistas de una novela cuyo fin nosotros mismos escribiremos. Lo cierto que habrá un día así. También para eso debemos estar preparados.
La tradición judía tiene una característica tenaz y hasta fastidiosa: la repetición de las historias y los ritos. Son cotidianos, semanales, mensuales, anuales, para volver a comenzar. Cada momento tiene su bendición, que no es otra cosa que su verbalización. Tan atados estamos al lenguaje que el tiempo parece no transcurrir si no lo “decimos”. Está mandatado: “lo repetirás a tus hijos”. Cuando llega un momento especial, con la excusa de estrenar algo, bendecimos haber llegado a ese momento.
De modo que hay algo muy judío en las epifanías joyceanas, en las totalidades borgianas, en el determinismo de García Márquez, en el fatalismo de Benedetti. No que ellos sean de pronto judíos, no confundamos. Pero hay una cualidad humana que el judaísmo hace suya y central: tener noción cabal de que el tiempo, si bien transcurre, se hace unidad, se esencializa, en nuestra experiencia personal. No en vano Amos Oz a los setenta años sale en búsqueda de su “tiempo perdido”. Amos Oz es judío, si hace falta aclararlo.
Por todo esto a veces momentos prosaicos adquieren una dimensión casi poética, si es que la poesía está por encima de la prosa… Tal vez uno sabía que algo sucedería, eventualmente, como sucede la muerte; pero uno no puede saber cuál momento será revelación, epifanía, o certidumbre súbita. De pronto allí está uno, tal vez rodeado pero ciertamente solo, aprehendiendo el momento que como un iceberg emerge en toda su inabarcable dimensión. Es UN momento. Es como una noción de dios, algo más que una intuición, pero siempre mucho menos que una certeza. Como a Eveline, los mares parecen tragarse nuestro breve parpadeo de verdad. Tal vez recordemos algo de la efímera experiencia, pero es su naturaleza efímera la que precisamente la define. Ya estamos en el momento siguiente.
Los rituales y lecturas en su repetición habilitan y nos preparan para reconocer estos momentos únicos en la vida. Los mitos, leyendas, e historias que nos nutren, cuando nos permitimos asomarnos a ellos (como cuando nos inclinamos a leer la Torá), son potencialmente momentos de revelación. No siempre, de hecho casi nunca, pero el potencial está ahí. Por eso cuando sucede, y no necesariamente frente a la Torá, uno puede reconocerlos y entonces sí, aunque sea en silencio, agradecer haber llegado hasta ese momento.
Amén.