Cataluña 2017 y los nacionalismos
De Balfour a Rabin mucha agua ha corrido bajo los puentes. Cien años atrás el Ministro de RREE de Inglaterra Lord Balfour extendía su famosa y fundamental carta de reconocimiento a la necesidad de un “hogar nacional en Palestina” para el pueblo judío. Veintidós años atrás un “lobo solitario”, como gustan llamarlos ahora, aunque tal cosa no existe, asesinaba al Primer Ministro del Estado de Israel Itzjak Rabin en la plaza que por entonces se llamaba “De los Reyes de Israel”, hoy Plaza Rabin. Cien años atrás, el esfuerzo iniciado por Herzl como sionismo político daba su primer fruto, producto del esfuerzo de Haim Weizman. Veintidós años atrás, el esfuerzo en pos de un acuerdo de paz entre Israel y el pueblo palestino “refugiado” en Gaza y la Cisjordania naufragaba para siempre. Ni cuando la carta de Balfour fue hecha pública, ni cuando Rabin fue asesinado, alguien podía predecir qué sucedería al día siguiente. La carta de Balfour fue premonitoria de lo que sucedería cincuenta años más tarde cuando la ONU votó la partición de Palestina; el asesinato de Rabin, sabemos veintidós años más tarde, nos quitó la última chance de que un auténtico líder en Israel pudiera llegar a algún tipo de acuerdo con su complejo enemigo. Para cumplir el deseo expresado por Balfour hizo falta una Shoá; para cumplir el empeño de Rabin en aquellos sus últimos años se precisa liderazgo, y no sólo en tiendas israelíes. Ojalá se precise sólo liderazgo.
Mientras los judíos e israelíes conmemoramos esas fechas tan determinantes de nuestra historia nacional, ante los ojos del mundo otro nacionalismo (que el Sionismo no es ni más ni menos que un nacionalismo específico), el catalán, ha estado haciendo historia ante nuestros ojos. Como esto es historia en acción, no sabemos qué ni cuándo los españoles o los catalanes, juntos o por separado, y el mundo entero, conmemorarán algo de todo esto que ha y está sucediendo, si es que lo hacen. No hay fechas, no hay momentos culminantes institucionalizados aún, sino que para perplejidad de la mayoría vemos como el empeño de no pocos pone en jaque a un Estado moderno, trae al presente la sombra sombría de épocas oscuras, y obliga a Rey y Primer Ministro a forzar la constitución española a su extremo. No soy español, mucho menos catalán, vasco, o andaluz; y sin embargo empatizo con España toda porque por nacimiento y crianza es parte medular de mi cultura. Serrat es catalán, Lorca es andaluz, y para mí ellos, por sobre todo, son España. Nadie sabe hoy qué sucederá mañana y cómo terminará esta historia.
Pero en definitiva, y pecando de un poco reduccionista, se trata de lo mismo que hemos conmemorado esta semana judíos e israelíes: nacionalismo y liderazgo. El tan nombrado “señor Puigdemont” será recordado por llevar a España al borde de una guerra civil (expresión temible para España si las hay) o por ser el impulsor de la independencia de Cataluña. Parecería, al día de hoy, que será más bien lo primero que lo segundo. Sea cuál sea la consecuencia de todo este proceso, me ha puesto a pensar en el tema de los nacionalismos, su mera existencia, su razón de ser, y sus límites. Porque ningún pueblo que se auto-identifique como tal está libre del síndrome catalán: ser únicos y exclusivos, irreductibles y puros, en un pedazo de tierra que reclama como suya. En el contexto de una Europa que rechaza la unidad por un lado y a la integración del “otro” por otro, lo de Cataluña es el extremo de los extremos: ni me ocupo de los migrantes africanos, me separo sin matices del Estado que me incluye y por lo tanto de la unión política y económica que incluye a ese Estado. ¿Cuánto nacionalismo se precisa para satisfacer la sed identitaria de un pueblo, cualquiera sea?
Cataluña 2017 nos ha enseñado, por lo pronto, que nunca podemos realmente medir el nacionalismo de un pueblo hasta tanto éste se exprese. Dicho esto, Cataluña 2017 también nos ha enseñado que cualquier pueblo en cualquier contexto tiene necesidades nacionales, y que ignorarlas es no solo inútil sino peligroso. Tarde o temprano la expresión nacional de un pueblo buscará expresarse, y generalmente este proceso es, por decirlo delicadamente, inquietante. Si un pueblo como el catalán, cuya autonomía es un ejemplo de cualquier Estado de tipo “federal”, se moviliza hasta la auto-amenaza en aras de una independencia política y económica total, qué esperar de otros tantos pueblos cuyas vidas transcurren por carriles mucho menos benignos y aún así, transcurren.
Pensemos en Israel y los palestinos hoy. Está claro que ignorar el reclamo palestino a un Estado soberano es un error cuyo precio pagamos día a día, por más Estado de alta seguridad que Israel sea, por más controles, por más inteligencia. El precio se paga también y sobre todo en el plano moral. Si los palestinos se perciben como un pueblo, y si como tal perciben cierta tierra como suya, mal podemos nosotros discutirlo: es una realidad creada y aprobada por la comunidad internacional del mismo modo que Balfour lo fue en su momento. Llegará un día en que habrá un Estado Palestino (finalmente, y pese a los propios palestinos) junto al Estado de Israel. Podemos perder el tiempo en discutir que no había pueblo palestino antes de 1948, pero eso no cambia el hecho de que existe en 2017 y su situación nacional es precaria, insuficiente. Podemos argüir que la Autoridad Palestina no hace suficiente por su pueblo, pero eso no quita que los reclamos de normalización de ese pueblo, a esta altura de la historia, sean legítimos.
Pero sobre todo, pensemos en los judíos e Israel. A la luz del fenómeno catalán en 2017, nadie en su sano juicio, nadie que no esté influenciado por el más atávico y profundo antisemitismo, puede negar la legitimidad de la propuesta sionista: un Estado Judío en la “tierra de Israel”. Cataluña y su reclamo independentista han puesto sobre la mesa la legitimidad de todos los nacionalismos de la tierra, incluido el judío. Si un catalán quiere ser tal en Cataluña sin tener nada que ver con su vecino andaluz o castellano, si un palestino quiere su Estado independiente y soberano, por qué no el pueblo judío. Parece absurdo explicarlo en estos términos a setenta años de la creación de ese Estado, a cien años de la Declaración Balfour, a ciento veinte años del primer Congreso Sionista. Pero da la impresión que, aunque absurdo, amerita.
Rabin en su etapa estadista, que es la que recordamos por sobre la guerrera, apostó a legitimizar en los hechos la aspiración nacional concretada por su mentor David Ben-Gurión. Terminar de una vez por todas con los conflictos armados para dar lugar a un espacio no de paz idílica, como lo hemos simplificado en estos veintidós años, sino de normalización, cualquiera sea su significado: sea paz fría como con Egipto o una precaria pero cierta cooperación con Jordania. Los grandes líderes entienden las verdaderas necesidades de sus pueblos y apuestan a ellas. Lo hizo Sadat, lo hizo Rabin. Ambos pagaron con sus vidas.
Quienes proponen un estado para dos pueblos en “la tierra de Israel” deberían tomar en cuenta Cataluña 2017. Quienes se niegan a dos Estados para dos pueblos en “la tierra de Israel” deberían tomar en cuenta Cataluña 2017. Y quienes propugnan Estados cerrados independientes y absolutos y puros en su pureza nacional, en el bando que sea, deberían tomar en cuenta Cataluña 2017.
Como explica Harari en “Sapiens”, la capacidad de nuestra especie no ya de sobrevivir sino de controlar la vida y el ambiente del planeta surge de su capacidad de funcionar, mediante mitos y narrativas, en enormes grupos de individuos. Toda vez que atentamos contra ese principio tal como lo propone Harari, en la medida que buscamos unidades de convivencia más pequeñas e idiosincráticas, más específicas, estamos atentando contra nuestra misma existencia. No se trata de construir imperios, sino de alcanzar un cierto y delicado equilibrio entre las aspiraciones nacionales y las realidades que nos confrontan y determinan. Como el Brexit, Cataluña 2017 ha puesto el dedo en la llaga.
Vistos estos fenómenos recientes y agudos, seguir discutiendo la legitimidad del Estado de Israel como Estado del pueblo judío es puro prejuicio, por decirlo delicadamente. Que miren a Cataluña 2017, que por mucho menos han puesto a España, Europa, y el mundo, en vilo. Nosotros, como judíos, con Estado propio, dejemos de eludir el bulto del Estado palestino. Cataluña 2017 nos enseña que por más que pasen los siglos, los nacionalismos están para quedarse.