No digo compañero
Yo, no digo “compañero” pero puedo decir tantas otras cosas. Daniel Viglietti murió y me ha producido una profunda tristeza. Porque con él se ha muerto el Uruguay en el que crecí, el Uruguay que añoré, y una ilusión nunca cumplida. Yo admiro a la gente con ideales e ilusiones, aún si no son las mías; precisamente porque tengo las mías valoro las de otros. Admiro la coherencia, la inmutabilidad de ciertos valores, pero sobre todo esa tenacidad casi infantil de machacar ciertos conceptos e ideas, habitar ciertos mundos que ya no existen, pero aún así anhelamos. Algo de mesiánico había en Daniel Viglietti y sus canciones. Siempre tuvo claro su lugar: poner en letra y música el anhelo revolucionario de algunos para convertirlo en himno de muchos.
Conocí a Viglietti por medio de un amigo al que impresionó “El Chueco Maciel” cuando todavía éramos adolescentes. No es para menos: hasta el día de hoy me parece una canción maravillosa en toda su poesía, su fuerza, y su música. Igual me sucede con la “Canción Urgente para Nicaragua” de Silvio Rodriguez. Nada tengo que ver con la narrativa que recrean, y sin embargo, embriagan y emocionan en su portento creativo.
Aprendí de Viglietti qué es un fogón “trafogero”: su “Llamarada” crece y contagia en el estribillo, aunque las coplas no nos digan demasiado. Aprendí de Viglietti que la reforma agraria era la amenaza tan temida pero al mismo tiempo la belleza de “A desalambrar”, una suerte de “Imagine” latinoamericano y político. Aprendí de Viglietti a cantar más o menos decentemente un tema en mi vida: su “Negrita Martina” conmueve e invita a un canto íntimo, sencillo, tierno, y bellísimo. Todos queremos cantarle un hijo una canción de cuna, y Viglietti nos dio una a nivel nacional.
Vi a Viglietti tres veces: dos en el escenario, una en un supermercado en Sanlúcar de Barrameda. Allí visitaba él a un amigo auto-exilado que nunca había querido volver a Uruguay porque, decía, el Uruguay del que él había partido nunca volvería a ser. Esa idea fatalista ha resonado en mi mente a lo largo de estos casi treinta años. Como su amigo no venía a Uruguay, Viglietti lo visitaba en Sanlúcar, por entonces un pueblo bien pueblo en la desembocadura del Guadalquivir; hoy sigue allí, claro, pero ya no es tan pueblo. Ahora Viglietti y su amigo charlan vaya a saber uno dónde.
En escena lo vi primero en Barcelona y luego en Tel-Aviv. Tanto me conmovió la primera experiencia que apenas supe que llegaba a Israel quise volver a verlo. Nada conmueve tanto como una primera vez. En ambos casos fue en salas pequeñas e íntimas, de escenario despojado: silla, atril, y banquito para apoyar la pierna izquierda, donde apoyaba la guitarra; como hacen los guitarristas de verdad. Su voz era profunda como la tristeza del exilio que como tantos otros padecía, a la vez que su guitarra limpia y perfecta daba la nota de calidad que siempre lo destacó. Porque si algo era Viglietti, eso era: cantante de protesta, y virtuoso de la música.
No conocía entonces aquella de “yo no soy de por aquí no es este pago mi pago…” Yo esperaba sus “hits” pero esa composición suya con Washington Benavides apeló directamente, y sin previo aviso, a mis propios exilios y pagos. Una vez más el arte hablaba a los dilemas esenciales del hombre, ya sea este un revolucionario o un simple y burgués estudiante haciendo su camino. Recuerdo que fue tal mi emoción en Barcelona que me atreví detrás de bambalinas para expresarla: allí fui testigo de una señora, exilada también, supongo, que le hablaba de un banquito de madera que su padre carpintero le había hecho al músico hacía años, y que él recordaba perfectamente. Poco me quedó para decir después de una anécdota tan íntima, cuando yo no era más que un uruguayo en la vuelta cuyo contacto con el mundo de Viglietti era tan próximo como Groenlandia de la Antártida… aun así, su saludo fue cálido y agradecido, y yo marché conmovido y feliz con mi reencuentro con “el paisito”. Nunca tan “paisito” como esa noche hablando de un banquito de madera…
Con el regreso de ambos a Uruguay (él en 1984, yo había vuelto en 1981, yo no era exilado político) se perdió la mística de volver a verlo. Mi mundo y el suyo, ahora deambulando por la misma ciudad, se habían apartado para no volver a juntarse. Sólo nos unía su música. Con el respeto y la admiración que me merecía, compré y conservo sus CD. Sigo escuchándolo en las mañanas domingueras de M24, que tan profusa y merecidamente lo difunden. Con el correr de los años sentí que él, como todos, envejecía, pero jamás cambió su discurso, su propuesta, ni sus desvelos. Desde “Tímpano” o desde “Párpado” hizo un trabajo de conservación y preservación de música popular y comprometida, construyendo la narrativa que tanto había significado a toda una generación de uruguayos.
Viglietti, el cantautor amante de las palabras esdrújulas desde su maravillosa versión de la “Mazúrquica Modérnica” de Violeta Parra; Viglietti, el que nunca permitió olvidar el exilio desde su discurso liso y llano; Viglietti, el que llenó de poesía y acordes el sino de un país. Viglietti, el de paso dolido, el tenaz, el que se subía cada 30 de diciembre al escenario del Solís. Viglietti, el que siempre cantó a la revolución, por los oprimidos, contra las clases dominantes. Viglietti, el revolucionario de la canción.
Como bien dijera Serrat desde su pedestal común entre los grandes de la canción de valor, “nos hemos quedado más solos”. No lo dude, Serrat. Del bando que sea, votemos a quién votemos, sin Viglietti los uruguayos nos hemos quedado más solos.
Que su alma se entrelace con el flujo de la vida.