Series: la nueva narrativa.
Ianai Silberstein, 13 de abril de 2017
Hoy leí y twiteé un artículo sobre el auge de las series españolas. Lo hice a causa de mi incredulidad, y por cierto el artículo no respondía mi pregunta: ¿por qué el auge? Personalmente he hecho el esfuerzo de ver algunas de ellas (“El tiempo entre costuras” y “Gran Hotel”), y hasta con cierta obstinación, sólo para cuestionarme, al final de cada capítulo, por qué no aplicar mi obstinación en causas más merecedoras o gratificantes, ni hablar ya de útiles. Hay algo en la estética visual y del lenguaje que resulta fatalmente atrayente, como Ulises era atraído a las sirenas. Pero al final, casi cuando ya se sucumbió al hechizo, uno se da cuenta que es sólo eso: un canto de sirenas.
Por el contrario, tengo una fascinación casi de enamoramiento con la estética británica de las series, específicamente con “Downton Abbey”. Una vez que Netflix la incluyó en su oferta y pude verla en forma continua, en su inglés original, se convirtió en una suerte de adicción inocua, una forma de terminar el día pautado por su ritmo cadencioso, sus conversaciones amables, sus modales contenidos, y sus verdades expesadas con los típicos snobismo e ironía británicas. Hoy he recorrido la vida de los habitantes de Downton Abbey ya por segunda vez, sólo para afirmar que cada lectura suma significativos matices y exquisitas situaciones, todas resueltas con el decoro y la flema británica que la serie honra.
Estoy seguro que ninguna segunda lectura de una serie española hará mucho más que volver a fastidiarme por su artificialidad, su dramatismo exagerado y declamado, sus actitudes corporales dignas de cualquier teleteatro con muchas menos aspiraciones. Tal vez los españoles hayan confundido la calidad de una serie por su vestuario y reconstrucción de época, cuando en realidad lo que cuenta, lo único que cuenta, es una buena historia. El modelo del teleteatro con incógnitas que se abren permanentemente, situaciones que se prolongan en el tiempo para explotar su supuesta intriga y curiosidad por parte del espectador, y los ambientes acotados y reiterados no hacen honor a una “serie” televisiva, y menos si es “de época”. Para eso nos quedamos con los teleteatros argentinos, brasileros, y ahora turcos, todo un género narrativo en sí mismo. Que por cierto no nos ocupa. El problema es que las tan promocionadas series españolas juegan peligrosamente con las fronteras del teleteatro, generando un género (valga la redundancia, si la hay) estéril, excepto que se reproduce a sí mismo.
Me asomé a “Velvet” para, antes de saber que sus productores son los mismos de “Gran Hotel”, asombrarme ante la obstinación con fórmulas poco creativas y aburridas. Tal vez un poco más inversión en escenografía, alguna toma de exteriores más ambiciosa, pero en definitiva, los mismos conflictos en torno a un espacio (el hotel, en este caso la galería) y un conflicto, con los malos de siempre y los buenos hasta el aburrimiento. Todos estéticamente impecables, emotivamente predecibles. En ese sentido, “El tiempo entre costuras” apostó no sólo a una época y un conflicto mayúsculo como la Guerra Civil Española, sino que fue generoso en exteriores, en personajes, en desarrollo a través del tiempo. Uno puede preguntarse si su heroína crece o tiende a repetirse, pero eso es cuestión de juicio de valor; el esfuerzo está hecho.
Por el contrario, con “Downton Abbey” la cuestión de la verosimilitud adquiere dimensiones mayúsculas: no sólo formalmente está todo muy bien resuelto, sino que nuestra adhesión a la serie e identificación con sus personajes y situaciones son una de sus mayores virtudes. Semana a semana uno deseaba sumergirse en ese mundo que, lejos de ser perfecto, rescata valores poca veces enunciados en la actualidad. Si bien la serie permanentemente vuelve sobre el cambio de época y cómo los habitantes de Downton (arriba y abajo) se adaptan al cambio, uno tiende a sentir, desde su sillón y con un control remoto en la mano, que está viviendo esa vida junto a los personajes en aquella época, 1912-1926. Está claro que ninguno de nosotros se asombra con la electricidad, con la instalación del teléfono, con la radio, ni con la tostadora o el secador de pelo que aparece en la última temporada; pero su incorporación a la narrativa es tan natural, tan parte de las relaciones humanas, que nos emocionamos de la misma manera que se emocionan los personajes.
La mirada del narrador (la mirada de los guionistas) sobre “Downton Abbey” tiene una perspectiva mucho mayor, más alta, que la de las series españolas. En éstas parecería que el narrador no es más que personaje invisible omnipresente en todos los recovequos de esos edificios aparentemente enormes pero de los cuales sólo vemos los mismos ambientes una y otra vez. En otras palabras, el narrador “español” es un chismoso que se las arregla para escuchar, y contarnos, todas las conversaciones y situaciones. Por el contrario, el narrador británico tiene una noción más histórica y moral de sí mismo, así como una ecuánime distancia de lo que narra. Si bien también deambula por los pasillos y escaleras de la abadía para traernos las situaciones que construyen la trama, siempre la dimensión coyuntural de una situación, el trasfondo histórico que habilita una escena, y una permanente referencia al incierto futuro. No es un narrador en off que llena los vacíos dejados por los personajes, sino que es un narrador sensible a lo que sus personajes dicen. Tanto en “Velvet” como “Gran Hotel”, difícilmente encontremos una referencia al contexto histórico de la época, algo que claramente sucede, y sustenta, “El tiempo entre costuras”.
“Downton Abbey” es mucho más ambicioso también en sus referencias geográficas y localistas: los paisajes que vemos son reales, la casa (un silencioso protagonista en sí mismo), el entorno, todo suma y todo es “real”, aun siendo parte de una ficción. No puedo imaginar a los españoles reproduciendo una escena de cacería o carrera de autos con la fidelidad y el dramatismo que consiguen los ingleses.
Sobre todo, la diferencia abismal entre una producción y las otras radica en los personajes: ni el personaje más insignificante (para la trama), ni el más circunstancial, ni el más malvado, ni el más simple, están liberados al azar. Todos son un personaje, redondo (definición de E.M.Forster) si los hay. No pensemos en Lady Mary ni en Anna ni en Carson ni en Lady Cora ni en Daisy… cada uno de ellos es alguien con quien podríamos encontrarnos en cualquier circunstancia de la vida. Pensemos en la detestable Miss Bunting o en el cándido y sanamente ambicioso lacayo Andy Cox, y también en ellos reconoceremos partes de nosotros mismos y personas que nos rodean diariamente. Por el contario, ¿podemos acaso imaginar encontrarnos cada día con la ingenua (y francamente hermosísima) Doña Alicia o su sigiloso, siempre presente tras una puerta, amor/amante, lindo como muñeco de torta de boda, Julio, el camarero que no trabaja, no obedece ordenes, y es detective aficionado? De verás, ¿podemos? Francamente, no. Sobre todo, si los personajes no cambian, no evolucionan: si el malo es malo hasta la eternidad, y si el bueno es inmaculadamente bueno, poco hay de verosimil en toda la historia. No cuando hasta Carson debe ceder a los nuevos tiempos, cuando Barrow se redime, cuando Lady Mary y Lady Edith consiguen reconciliarse y mirar el futuro juntas, no cuando Tom Branson y Henry Talbot se auto-reciclan e ingresan (y con ellos todo Downton, uno supone) en la modernidad.
“Downton Abbey” tiene sus puntos flojos, puntos en los que cede al género novelesco artificial e inverosimil: la trama policial que atraviesa toda la serie en torno a dos personajes riquísimos y sobrios como Mr. Bates y Anna se torna fastidiosa; el propio rol de Anna como permanente heroína en desgracia no hace honor al personaje o la actriz; algunas escenas sociales son tan artificiales en su resolución como en la realidad que representan; sólo Maggie Smith puede rescatar un personaje tan caricaturesco como Lady Violet. Tal vez lo más flojo sea el final: demasiado redondeado, demasiado happy-ending para una serie que no escatimó en realismo y giros de tuerca inesperados y crueles. Con el casamiento a toda pompa y título nobiliario de Lady Edith (irónicamente no de Lady Mary…) se cierra la serie con el tradicional “vivieron felices…”
En suma: una sola vez seguí una telenovela, cuando era niño, y fue la inefable “Nuestra Galleguita” con su “niño Raúl” y su malvada “Elvira” y la desgraciada Laura Bove padeciendo la maldad de sus patrones. Con eso tuve bastante. Por eso no importa el envoltorio: cuando abro el paquete y me encuentro con los mismos manidos recursos me produce un rechazo inmediato. Si por el contrario el paquete es transparente y revelador de un mundo ficcional, cierto, pero profunda y honestamente real, entonces reconozco la ficción que habrá de entretenerme, distraerme, y hacerme creer, genuinamente, que hay un mundo tan real como el propio pero un poco más embellecido, un poco más pultido en las aristas, y sobre todo, un poco mejor contado que la vida propia. Por eso amo una buena novela o una buena serie.