Mundos Perdidos
Muchas veces nos hemos preguntado (estoy seguro que todos lo hemos escuchado unos de otros) por qué una población judía fuertemente sionista y muy poco observante como la uruguaya tiende a identificar el judaísmo con su expresión o denominación ortodoxa (en sus diferentes versiones) como “el” judaísmo auténtico, a la vez que mira de soslayo al judaísmo más liberal. Por qué, también me pregunto, idealizamos el judaísmo de quienes pretenden recordarnos una y otra vez cuán lejos estamos de una vivencia judía auténtica por no acatar las normas halájicas que, tal como ellos las entienden, deberían regir nuestras vidas, pero que claramente no elegimos. Dicho de otro modo: la mayoría de la población judía montevideana (y por qué no sanducera o fernandina) se sabe militantemente judía pero no vive su vida en forma halájicamente ortodoxa sino liberal, tomando de vez en cuando (la frecuencia es personal, familiar) elementos de la tradición y algunos ritos puntuales. Sin embargo, un rabino que vive y se ve como ellos es más cuestionado que un rabino cuyo hábito (sí, como el hábito del monje) lo identifica y posiciona frente a su grey.
Aun en las ceremonias previas a una levaiá (entierro) en el espacio de culto del cementerio intercomunitario tendemos, nosotros, los liberales e igualitarios, a sentarnos separados hombres y mujeres, frente a frente, manteniendo una deformada versión del rezo ortodoxo. No sólo carece de sentido porque no hay mejitzá (división) y por lo tanto no se evita la “tentación”, sino que no hay rezo propiamente dicho. El Kadish, junto a la tumba, sin embargo, lo acompañamos todos juntos, hombro con hombro, mujeres y hombres. Pequeñas incongruencias de una comunidad pujante y confundida.
Al mismo tiempo que me hago estas preguntas me regocijo ante varios hechos que constato: para empezar por casa, la sinagoga de la NCI de Montevideo no puede estar más desbordante cada viernes por la noche: ceremonias de bar y bat mitzvah, jupot, celebraciones, y por supuesto el espacio de Kadish congregan a cientos de personas. Cada día, Yavne convoca a quienes quieren rezar diariamente en todos los horarios halájicos, un mérito difícil de igualar por parte de otras congregaciones (ortodoxas y no); no dudo que también desborda de gente los viernes de noche. Por último, Jabad multiplica el esfuerzo de una familia para casi sentirnos en Brooklyn Heights (me hago cargo de la hipérbole) y muchos recurrimos a sus servicios de comida kasher, clases, o la simple calidez de su joven liderazgo. Más allá de los números, hay una calidad de vida judía envidiable y admirable. Es una pena que unos les den la espalda a los otros, pero eso es harina de otro costal.
Por qué, entonces, tendemos a decir (las mayorías) que unos son más válidos que otros. Por qué aquello ES judío y esto no. Por qué hablamos permanentemente de “legitimidad” o “reconocimiento” o del “Rabinato” (de Israel) cuando sabemos que este último está infectado de corrupción mientras que los otros términos son meras herramientas políticas para captar recursos y poder. Si pensamos en vida judía pura, lisa y llana, todos tenemos nuestra porción de acuerdo a nuestra elección y libre albedrío. El menú es variado, y para una ciudad como Montevideo, para una escala de comunidad como la nuestra, es digno de alabanza. Sin embargo, siempre surge el “pero”, la calificación de la calidad de las diferentes prácticas judías. Cuando lo que debería contar no es la práctica sino la vivencia.
Me viene a la mente el libro “A Vanished World” de Roman Vishniac y prefaciado por Eli Wiesel (The Noonday Press, 1983) con su registro pictórico del mundo perdido a manos de la Shoá. Me pregunto si lo que buscamos, de alguna manera más o menos consciente, no es una conexión con ese mundo del cual la muchos de nosotros (sino la mayoría), judíos ashkenazies, somos las generaciones rescatadas. Un mundo en el cual la religión y el cumplimiento de los preceptos ocupaban casi todo el espacio de la vida judía porque eran fuente de significado y consuelo. Claro que había judíos emancipados, judíos reformistas, y judíos conservadores: pero todos partían del punto de vista de la observancia y la religión como eje único de su naturaleza judía. Las masas, sin embargo, representaban la opción piadosa, temerosa, rigorista y hasta prejuiciosa, guiada fuertemente por la impronta del Rabino o Rebbe. Hasta hoy, todos precisamos un guía, a todos en algún lugar nos gusta decir “mi rabino”. Creo que por eso la mayoría de nosotros tiende a ver cómo auténtico, como verdaderamente judío, aquello que en mayor o menor medida se acerque a aquel recuerdo ya casi icónico de un mundo que ya no existe. Es un lazo profundamente afectivo y primitivo, que excede lo racional y echa raíces en lo emocional. Es la misma conexión que nos generan ciertos alimentos y aromas o las luces de las velas o la cocción de la jalá o el primer bocado de matzá que comemos en Pesaj. Es lo que muchos llaman “yidishekeit”. El mero hecho de decirlo así, en yidish, ya lo hace más “auténtico”.
Esta conexión es legítima y válida. Ha preservado ya algunas generaciones de judíos. Sin embargo, la velocidad con que el mundo se globaliza y con las que las redes se tragan la historia hace que, a mi criterio, un judaísmo sustentado en el “yidishkeit” corra más peligro que un judaísmo liberal con pequeñas dosis de “yidishkeit”, de ser necesario. No se trata tanto de seguir siendo como nuestros tátara o bisabuelos, sino de recrear nuestra narrativa judía en una forma relevante a nuestro tiempo. No es la simpleza de proponer un curso como “Talmdud 3.0” o ese tipo de creatividad casi infantil, sino de poder estudiarlos (el Talmud, las fuentes) con una lectura de nuestros días y nuestra mentalidad. Cuando el mundo nos invade con pornografía y abuso sexual, cuando la cuestión de género ocupa toda la opinión pública, no es cuestión de subir la altura de las mejitzot o hacerlas más “user-friendly” sino de discutir, por el mérito de la discusión en sí misma, los valores morales que el judaísmo propone respecto de estos temas, aún en su complejidad y contradicciones.
Poder entender porque otros judíos conectan con ciertas formas de judaísmo con las cuales yo no conecto me da paz interior. Me permite correrme de un lugar combativo para ubicarme en un lugar proactivo. De propuesta y discurso. Así como el hábito no hace al monje, personalmente creo que la práctica no hace al judío. Lo ayuda, pero no lo constituye. Ser judío supone saberse tal y saberse parte de una comunidad. El resto, es comentario.
Ianai Silberstein