Elie Wiesel Z’L: Homenaje
Palabras de Ianai Silberstein en el Acto Homenaje en la Cámara de Representantes de Uruguay, 31 de agosto de 2016
- “Un lugar… de cuyo nombre no quiero acordarme”, es la famosa cita del Quijote
- “Qué hay en un nombre”, pregunta Julieta en la tragedia de William Shakespeare
- “¿Quién soy yo?” pregunta Jean Valjean, el preso 24601, en la novela de Victor Hugo.
- “Llamadme Ismael”; así comienza “Moby Dick”, la novela de Herman Melville
Elie Wiesel, de bendita memoria, escribió:
“Yo me convertí en A-7713. En adelante no tendría otro nombre.”
El ser humano se reconoce por su nombre. No por nada, en diferentes tradiciones y de diferente manera, los nombres tienden a repetirse en las generaciones; porque queremos conservar identidad. Elie Wiesel fue uno de aquellos números que pudo recuperar su nombre, rescatarlo del abismo y las tinieblas donde el régimen nazi quería no sólo sepultarlo, sino extinguirlo. Elie Wiesel convirtió su nombre en un símbolo y un manifiesto.
Elie Wiesel, parafraseando a los autores anteriores, podía haber dicho algo así:
- He elegido acordarme.
- En mi nombre están todos los nombres.
- Soy un judío que sobrevivió a la Shoá.
- Llamadme Elie Wiesel.
Tal vez por esto de los nombres o su ausencia, el abordaje de un tema como éste deba comenzar desde uno mismo, uno y “sus circunstancias” como es tan frecuentemente citado Ortega y Gasset. Cualquier otro abordaje podría significar caer en el lugar común, la mera repetición que no construye memoria.
Cuando enfrento el honor y el desafío de compartir reflexiones en un homenaje a ElieWiesel y por lo tanto adentrarme en la tenebrosa memoria de la Shoá, el Holocausto judío, no puedo no preguntarme cómo llegué hasta este momento. ¿Soy yo un hijo de la Shoá? Cómo podría abordar un tema de tal naturaleza. Inmediatamente me pregunto: ¿acaso un hombre de mi generación, judío ashkenazí, sean cuales sean sus circunstancias, puede estar ajeno a la Shoá? Después de todo, si bien mis cuatro abuelos salieron de Europa antes de la guerra, buena parte de sus familias pereció vaya a saber en qué situaciones: fusilamientos, inanición en los guettos, o en campos de exterminio. Entonces, ¿puedo, tengo derecho, a excluirme?
La Shoá está inequívocamente enlazada con el judaísmo. No debería entenderse fuera de ese contexto, del mismo modo que no debe entenderse fuera del régimen nazi. Es un cruce histórico fatal entre siglos de antisemitismo y un régimen racista, eficiente, y omnipotente. Una “tormenta perfecta”.
Por lo tanto, permítanme unas palabras de judaísmo.
Por mucho tiempo he creído que abordar la cuestión de la identidad judía desde la Shoá era una contradicción: intentar dotar de vida y sentido una identidad desde la muerte y el exterminio no parece ser una forma muy coherente de abordar el asunto. El silencio que prevaleció en mi familia y en tantas otras, miles en todo el mundo, después de la tragedia, dejó un vacío cuyo fin era incierto: o la desmemoria conduciría a la desaparición, no ya a manos de los nazis sino del silencio; o debía surgir una nueva fuerza que sustituyera aquella identidad judía tal como la concebíamos antes de la guerra.
Yo soy, entonces, un hijo de esa nueva fuerza, el Sionismo. El Sionismo, entendido básicamente como la centralidad del Estado de Israel en la vida judía, es la respuesta que el judaísmo tenía preparada para su siguiente gran tragedia, la Shoá: la culminación de más de dos mil años de antisemitismo institucionalizado en Europa, desde el helenismo griego pasando por la inquisición española y hasta los pogromos en la Rusia zarista y comunista.
Precisamente hace dos semanas conmemorábamos el día más trágico de la historia judía, TishaBeAv, el día de la destrucción de los dos Templos de Jerusalem: el primero en 586 AC, el segundo en 70 EC. Cuando se destruyó el segundo templo y sobrevino el exilio, y con él el fin de la era sacerdotal e institucional del Templo, el judaísmo ya venía desarrollando su siguiente etapa: el judaísmo rabínico. Como señala Paul Johnson en su libro “Historia de los Judíos”, en ese momento los judíos dejamos de escribir historia para concentrarnos en nosotros mismos, en nuestro estilo de vida, nuestra supervivencia. Ese judaísmo rabínico, a través de la literatura talmúdica, pasando por Maimónides, por ejemplo, nos trajo hasta los días de la Shoá. Nada menos.
Es difícil saber hoy a dónde nos conducirá el Sionismo. Somos un pueblo cuya identidad está basada en la promesa de una tierra y en la esperanza mesiánica. Juntas, esas son las fuerzas que nos ha traído hasta nuestros días. Porque lo entiendo así es que puedo decir, sin dudarlo, que soy un hijo del Sionismo.
No conocí nunca un Elie Wiesel en mi familia; ni un Chil Rajchman ni una Rita Vinocur, apelando a las voces que surgieron y siguen surgiendo desde Uruguay, como el reciente libro de Ruperto Long, “La niña que miraba los trenes partir”. En mi familia nadie habló, nadie contó lo poco que sabía; nadie intentó, como ellos, que por cierto lo lograron, construir una historia sobre las cenizas. En los hechos, ninguno de ellos pasó por Auschwitz; pero fueron todos sobrevivientes, aun aquellos que salieron antes de la guerra. Parecería que no habiendo conocido aquel infierno, no querían siquiera evocarlo mediante la palabra.
Siguiendo en este tono confesional, quiero contarles acerca de dos asociaciones muy fuertes que tengo respecto de la Shoá: hasta hoy no puedo saborear una papa sin pensar en aquellos niños del Guetto sobre los cuales leí en la escuela. No sólo su sabor básico adquiere una dimensión especial, sino que cuando la como soy absolutamente consciente de su valor nutricional. Tampoco puedo ver vagones de carga ni rieles de ferrocarril sin pensar en la Shoá. Cuando recibíamos cargas de madera en vagones cerrados me preguntaba cómo habían metido allí todas esas tablas que nos costaba tantas horas descargar. Mi interrogante venía de las profundidades de una memoria difusa pero cierta: esos vagones habían sido llenados, años atrás, de judíos, no de tablas y tablones de madera. Hoy, cuando muy ocasionalmente piso vías férreas, no puedo no pensar en cómo para mí se desnaturalizó para siempre su propósito. Quiero creer que no sólo a mí me suceden esas asociaciones: no por nada nuestro propio Memorial del Holocausto Judío en Montevideo se define por dos rieles de ferrocarril.
Eli Wiesel escribió: “el mundo era un vagón herméticamente cerrado.”
No cabe duda que la contribución de Eli Wiesel, junto con Primo Levi e Imre Kertész y más testimonios que no cesan de aparecer, fue poner los puntos sobre las íes, nombres a las personas, nombre a la barbarie, y nombre a la esperanza. Cito a Henry-Levy respecto de Wiesel: tuvo “el terrible privilegio de sentir seis millones de sombres presionando sobre su frágil silueta para ganar un lugar casi imperceptible en el gran libro de los muertos”.
Abrir esos vagones herméticamente cerrados no es solamente un acto simbólico. Es abrir ambas puertas, permitir la entrada, el recorrido, y la salida de los mismos, recreación que encontramos en cualquiera de los museos dedicados a la memoria del Holocausto judío en todo el mundo. Nadie que se detenga por unos segundos allí, dentro de los vagones dentro de los museos, podrá eludir la sensación de claustrofobia y miedo que nos sobrevendría si esas puertas volvieran a cerrarse.
Tal vez entonces, aunque no me reconozca a primera vista, yo sí soy un hijo de la Shoá. Porque, como dice la escritora y documentalista francesa Ruth Zylberman, “el miedo continúa como un río que todavía fluye… se trasmite de generación en generación”. Ruth Zylberman sostiene, según su reciente entrevista en el diario Página 12, que existe una “memoria orgánica”, una memoria de aquello no expresado por la palabra pero que existe como subconsciente colectivo.
Nadie puede auto-excluirse del colectivo al cual pertenece. Eso ya lo enseñó Hitler.
No obstante, nuestra especie ha construido su historia en función del discurso. Vale la pena leer o releer el libro del historiador israelí Yuval Noah Harari “Sapiens”, o “De Animales a Dioses” en español. Los seres humanos hemos llevado a cabo nuestros grandes proyectos, sean estos creativos o destructivos, por medio de la palabra.
La fuerza de Elie Wiesel radica en su experiencia personal pero sobre todo en su uso del recurso de la palabra: pura dura y poética. No poética de acuerdo a la estética lírica y romántica tradicional sino en el empeño tenaz de construir metáforas en torno a la muerte y la esperanza.
Cito tres usos metafóricos del lenguaje de algunas de sus citas más famosas:
- El mundo era un vagón herméticamente cerrado
- ¿La estrella amarilla? De eso no se muere…
- nuestro corazón sigue siendo su cementerio
Para describir ciertas dimensiones del realismo más terrible no hay más opción que recurrir al lenguaje poético. Porque lo que se describe no existía, no teníamos, ni de hecho tenemos, palabras adecuadas; Wiesel debió recurrir al lenguaje metafórico para algo que es inequívocamente denotativo.
Tomemos uno a uno los tres ejemplos que he elegido citar. Está claro a nivel racional y lógico, a nivel realista, que ni el mundo es un vagón, que un dibujo en sí mismo no mata, y que un corazón no es un cementerio. Sin embargo no tenemos ningún problema en entender de inmediato, de modo intuitivo, la profunda dimensión de lo que Elie Wiesel quiere trasmitir.
Decir que “el mundo es un vagón herméticamente cerrado” no equivale solamente a decir que el mundo había dado la espalda al asunto o que no había escapatoria posible; decirlo
metafóricamente incluye esas realidades históricas pero las excede en su dimensión desesperadamente humana.
El corazón, palabra que por sí misma ya tiene un nivel real y un nivel metafórico, no es un cementerio; pero asociar uno con otro construye por un lado la portabilidad del recuerdo y por otro la personalización de la tragedia colectiva. No sólo no los pudimos enterrar en un cementerio real, sino que cada uno de nosotros lleva esos muertos dentro suyo, para siempre, del modo en que los judíos enterramos a los muertos.
Hoy sabemos con certeza que la “estrella de David” sí mataba, así como lo sabía el muy joven Elie, protagonista de “La Noche”. El peso de la metáfora en este caso radica sobre todo en la potencia del signo como significante. Marcar, estigmatizar, o numerar a las personas es un acto de deshumanización feroz sea en el contexto que sea. Cuando durante la dictadura militar fuimos todos “categorizados” como ciudadanos, todos éramos víctimas potenciales. Independientemente de las consecuencias históricas en una situación u otra, el signo-símbolo determina realidades concretas, realidades de acuerdo a las cuales las personas viven. Y mueren.
Entre la memoria inconsciente o la memoria colectiva u otros intangibles o inexpresables conceptos que todos percibimos surgen los Eli Wiesel y los otros testimonios que hemos citado, y eligen hablar, sumar una voz, entre una mayoría que sumió el tema en el más profundo silencio.
Tal vez mi experiencia personal no precisó, hasta ahora, de verbalizar la tragedia que el pueblo al cual pertenezco traía consigo. Hoy me he enfrentado a este desafío y más que nunca he comprobado el valor exorcizante de la palabra. Porque, lo quiera o no, llevo la Shoá conmigo, y Elie Wiesel habló también por mí.
Eli Wiesel se erigió en la voz paradigmática de la Shoá, en el portavoz de todas las víctimas, las asesinadas o desaparecidas y las sobrevivientes. Él estuvo junto a los muertos y caminó entre los vivos para contar una historia. Se tomó diez años para empezar; otros no pudieron emitir un sonido respecto del asunto durante el resto de sus vidas, y padecieron en el más aterrador y solitario silencio la memoria del terror.
Eli Wiesel no eligió el camino de la venganza, ni siquiera el camino de la justicia, sino el de la resiliencia.
No dedicó su vida a buscar y llevar a juicio a criminales de guerra. Dedicó su vida a recordar, escribir, difundir, y advertir. No en vano obtuvo el Premio Nobel de la Paz. No se recibe un premio por ser víctima sino por transformar la tragedia personal en esperanza colectiva. La entrega del premio en sí misma constituye un reconocimiento de la humanidad, en este caso Occidente, de la tragedia que engendró y permitió crecer y desarrollarse en su seno hasta que, más tarde que temprano, tuvo que detener con sus propios y exhaustos recursos.
El instinto depredador del hombre no se detiene. La Shoá sobre la cual escribió y habló Eli Wiesel no es el único fenómeno bárbaro, sangriento, y genocida del cual la humanidad ha sido testigo y protagonista; tal vez haya sido el más sistemático, industrial, y efectivo. Pero sea cual sea el sistema, cámaras de gas o guerra genocida, subyace el mismo instinto. Vuelvo a citar a Bernard Henry-Levy en su homenaje a Elie Wiesel publicado en el Jerusalem Report hace un mes: la Shoá
en su unicidad y particularidad “demanda una ardiente solidaridad con todas las víctimas de todo otro genocidio”.
La documentación y la literatura en torno a la Shoá han hecho de ésta un símbolo y también una fuente del potencial destructivo del hombre consigo mismo, y han permitido convertirlo en material educativo para las futuras generaciones. No por nada el Proyecto Shoá en Uruguay ha tenido el alcance que logró, transformándose y reinventándose de modo de seguir construyendo esperanza en el seno de la sociedad y los estudiantes uruguayos.
¿Cómo llegó a gestarse un proyecto Shoá? Tres muy jóvenes y muy judíos uruguayos proponen sacar la Shoá del íntimo y próximo círculo en que siempre la hemos conservado por medio de una exposición en un espacio público. Superada esa etapa, y sumados cientos de jóvenes más, el proyecto adquiere una dimensión masiva llevándose a las aulas. El proyecto Shoá puso el tema en la conversación pública de los uruguayos.
¿Por qué cuando comienzan a estudiarse las consecuencias del terror del Estado durante la dictadura militar, la tortura, la cárcel, y las desapariciones, la intelectualidad uruguaya recurre a las fuentes de la Shoá? Porque no solamente ya había experiencia, sino, sobre todo, había literatura. Con todas las diferencias entre una historia y otra, las raíces del mal parecen ser las mismas. O por lo menos, se buscan por más o menos el mismo camino. Y permítanme decir, con todo respeto, que el mal no tiene, en ninguna circunstancia, nada de banal.
Elie Wiesel representa, en todo su icónico y mediático protagonismo, una cualidad muy judía: no sólo cuidar la memoria sino trasmitirla. Elie Wiesel, alumno del “jeder”, aquel espacio dónde los chicos judíos estudiaban en pares, sentados uno frente a otro, analizando y discutiendo los textos sagrados, las fuentes, estaba preparado para documentar su experiencia. Así como vivió en carne viva y propia el terror nazi, había vivido la tradición judía. Sabía, como dice el rezo central de nuestra liturgia, el “Shma Israel” (Escucha Israel), que el centro de esa plegaria es “ushinantam lebaneja”, “se lo repetirás a tus hijos”.
Un judío puede auto-definirse de muchas maneras. Ningún judío que se considere a sí mismo tal excluirá la palabra “tradición” de su auto-definición. Podría ser la única palabra que lo conecte con su judaísmo. No religión, no Sionismo, pero sí tradición. Sean sabores, aromas, o algún ritual específico, es una suerte de denominador común.
La idea de la tradición subyace en la obra de Elie Wiesel. Es el mandato ancestral que lo impulsó a escribir y hablar. A tal punto que, me atrevo a sugerir, en cierto momento dejan de ser relevantes los detalles de su vida, sus experiencias históricas exactas, porque lo que cuenta es su palabra. En términos semióticos podríamos incluso aventurarnos a decir que él mismo, Elie Wiesel, se convierte en texto: les propongo googlearlo y verán la cantidad de imágenes, posters, frases, y videos que aparecen. Lo mismo que escribió en la novela o dijo en un discurso puntual adquiere una fuerza nueva y distinta una vez que se mediatiza. Más allá de quién fue y cómo vivió, allí está su idea, para siempre.
Elie Wiesel es la Shoá signficada.
Si la humanidad necesitaba un Elie Wiesel y un Premio Nobel que lo reconociera es porque no está libre de terror, genocidio, odio, racismo, xenofobia; la lista de pecados en este sentido es larga. Si lo que escribió y dijo Elie Wiesel no cayó en oídos sordos es porque hay quienes estaban dispuestos a escucharlo. Debemos tener en cuenta que por cada racista, antisemita, u homofóbico, hay un espíritu sensible dispuesto a escuchar. Por cada grupo o ideología o líder racista, antisemita, u homofóbico, surgirán los Elie Wiesel que se harán portavoces de todas esas almas sensibles y empáticas cuya voz se quiebra, o simplemente no encuentran las palabras adecuadas pero sienten la indignación y la solidaridad.
El judaísmo no reclama para sí la invención ni la originalidad ni la exclusividad de lo ético y lo moral. Lo que sí sabemos con certeza es que nuestra tradición es un permanente esfuerzo en aplicar los criterios éticos y morales en la vida cotidiana, en nuestras decisiones y acciones. El judaísmo adoptó para sí, como premisa, la acción en función de lo “bueno y lo justo”, lo moral y lo ético. La discusión en torno a estos asuntos, junto con otros más terrenales, nos ha mantenido ocupados a lo largo de los siglos. Da la impresión que el siglo XXI precisa más que nunca mantener estos temas de conversación sobre la mesa.
Tuvimos la bendición de que Elie Wiesel viviera hasta hace bien poco. Ahora nuestra obligación y desafío será mantener viva su voz y presente su imagen. Si junto a las imágenes icónicas del Che Guevara o Carlos Gardel empezamos a encontrar a Elie Wiesel, seguramente nuestra sociedad habrá dado un paso enorme en la dirección correcta. A menos que como sucede en algunos casos, esos íconos se reduzcan a la mera imagen, se vuelvan anacrónicos. La masificación tiene sus riesgos.
Este tipo de eventos combaten esa tendencia al vaciamiento.
En una semana se cumplirán seis meses del asesinato de David Fremd (de bendita memoria) en la ciudad de Paysandú a manos de un uruguayo radicalizado en el contexto de las nuevas formas de odio y xenofobia que recorren el mundo occidental y que llegaron hasta las orillas de nuestro río Uruguay. Los hijos de David y Susy, a quienes conozco bien, estuvieron involucrados en el Proyecto Shoá en forma comprometida, recorriendo escuelas y liceos en el afán de llevar un mensaje de esperanza y resiliencia desde la tragedia. Ahora, con profundo dolor, ellos y toda la familia Fremd tienen su Shoá personal. Ahora ellos son sobrevivientes, y no lo digo solamente en forma metafórica: uno de los hijos sobrevivió físicamente al ataque en que su padre fue muerto.
Cuando Elie Wiesel caminó por las vías de la muerte entre Auschwitz y Buschenwald habiendo perdido a su padre ninguno de nosotros estuvo allí con él; sabemos de su experiencia por sus libros y su discurso. Nadie puede ocupar el lugar físico de la víctima. Lo que sí podemos es recoger el mensaje de esperanza que nos dejaron tanto Elie Wiesel en sus textos como los hijos de David Fremd en su ya conocida frase “que la muerte de papá no haya sido en vano”.
Para finalizar cito, una vez más, a Elie Wiesel diciendo:
- que “el odio racial, la violencia y las idolatrías todavía proliferan.”
- que debemos recordar “a los que sufrieron y perecieron en ese entonces, a los que cayeron con armas en sus manos y a los que murieron con oraciones en sus labios, a todos los que no tienen tumbas: nuestro corazón sigue siendo su cementerio.”
- y que “lo contrario del amor no es odio, es la indiferencia. Lo contrario de la belleza no es la fealdad, es la indiferencia. Lo contrario de la fe no es herejía, es la indiferencia. Y lo contrario de la vida no es la muerte, sino la indiferencia entre la vida y la muerte.”