Don Pedro
Mi abuelo Pedro se llamaba Pinjas. Para nosotros siempre fue el “saba”, una suerte de bautismo sionista que llegó conmigo; para los vecinos siempre fue “don Pedro”. Vaya uno a saber por qué su padre Shlome Dovid eligió tremendo nombre para ese hijo: entre un Isaac, un Elías, y un Natán, un Pinjas. Tal vez ese bisabuelo devoto y jasídico hizo una lectura que yo no consigo de la porción de la Torá de esta semana, “Pinjas”; lo cierto es que yo jamás elegiría ese nombre para un hijo. De hecho, sólo recuerdo un maestro venido de Israel con ese nombre, tan peculiar para mí como el de mi “saba”. Así como en algunos casos los nombres de los hijos obedecen a causas muy específicas y particulares, los nombres propios como nombres de las “parshiot” responden a cierta noción insondable de nuestros sabios. El hecho es que mi abuelo Pedro no respondió en absoluto al mandato de ser un Pinjas sino más bien lo contrario: rechazó su religión y tradición en una profunda negación de la tragedia; la suya no fue una vida de consagración sino de simple supervivencia. Fue custodio de valores universales que no precisan rituales, se aferró a su idish materno, y terminó sus días leyendo; pero nunca Torá.
“Pinjas” encierra los grandes dilemas del judaísmo a través de los tiempos. Este personaje, que deja de ser relevante casi de inmediato en el texto, nieto de Aaron y fundador de la estirpe de los “cohanim”, cumple su función en la historia con un celo sanguinario (aunque el episodio está contado en la porción anterior, “Balak”), y se convierte en símbolo de la sucesión junto con Josué Ben Nun. Pero el texto que lleva su nombre nos asoma a nuestra naturaleza: quiénes somos; para qué somos; cómo convivimos; cómo nos relacionamos con nuestros “otros”, vecinos o enemigos. Censo mediante somos enumerados; hacemos justicia con las hijas desposeídas de Zelofehad; se nos instruye cómo y cuándo ofrecer sacrificios; y se nos indica cómo tratar con el entorno hostil.
“Pinjás” tiene también su lado lírico en la figura solitaria de Moshé convocado a contemplar La Tierra desde un monte aun a sabiendas que él no entrará. Como bien escribe Paul Johnson en su “Historia de los Judíos”, Moisés tiene una gran inclinación a las epifanías en la cima de las montañas: de Sinaí al monte Abarim sólo cambian el propósito y la puesta en escena; en lo esencial, es el hombre solo frente a los misterios de la existencia.
El judaísmo es esencialmente comunitario y colectivo a la vez que da un valor inequívoco al individuo: no en vano se censa una por una las tribus con sus nombres, se nombran las genealogías, y en general, la Biblia está plagada de personajes con sus nombres y sus personalidades. La Biblia no maneja tanto ideas como personas; el judaísmo construye las ideas desde las personas. Si “Pinjas” enumera exhaustivamente las tribus y su suerte en tierras, no es casualidad; si se nombran a los hijos de Aaron y Moshé y sus suertes y destinos tampoco. Cada uno cuenta y cada experiencia es total y digna de ser contada; como dirían los rabinos, algo nos enseñará…
Hoy más que nunca lad preguntas acerca de quiénes somos, qué tribus conformamos, qué lugar ocupa cada uno en el vasto mapa del judaísmo, merecen ser abordadas. ¿Queremos actuar desde el celo de Pinjas? ¿Cuál es nuestra relación no ya con dios sino con nuestros ritos y costumbres? ¿Somos justos frente a la inequidad? ¿Hemos retrocedido a los tiempos violentos que nos narra el cuento bíblico frente a nuestros enemigos?
En las últimas horas hemos quedado perplejos e indignados acerca de la inimputabilidad del asesino de David Fremd Z’L. Conmemoramos año a año la tragedia de la AMIA, sumado ahora el episodio Nisman. Inequívocamente en estos casos, somos víctimas; ¿queremos ser victimarios? En medio de censos, sucesiones, batallas, y rituales, el texto encuentra el espacio para incluir el episodio de las hijas de Zelofehad: siempre hay espacio para hacer justicia. Lamentablemente, sabemos que muchas veces la justicia tarda y que muchas otras no llega. También sabemos que algún Pinjas hace de tanto en tanto su “justicia a mano propia” pero que no es ese el camino de nuestro pueblo. Perseguir la justicia es un acto de perseverancia, nunca de violencia: los juicios a Eichmann e Igal Amir lo atestiguan.
El desafío último es comprender nuestro destino y conducirnos de acuerdo a las altísimas expectativas que no sólo los demás tienen de nosotros, sino que tenemos con nosotros mismos. Acaso por eso mi “saba” Pedro se llamaba Pinjas: por las expectativas de su padre. Vaya uno a saber. Tal vez el año próximo entienda más, y mejor.