Pesaj, el final
Pesaj llegó para quedarse. Pasamos el primer Seder, sobrevivimos al segundo (o a la inversa, el orden no altera el producto), y transcurrimos la semana alimentándonos solamente a base de matzá; hasta que el sábado por la noche celebremos la diferencia con pizza y cerveza y volvamos a comer “jametz & matzá”. Si Pesaj es acerca de preguntas y respuestas, cabe preguntarse que dejamos atrás esta semana cuando elegimos sólo matzá y, por lo tanto, qué es el jametz que ingerimos todo el año. También cabe preguntarse si con el vino vertido al recitar las diez plagas cumplimos con la idea de disminuir o atemperar nuestra alegría en consideración del infortunio del otro, o si debemos hacer más penitencia. Definitivamente: Pesaj es cuando podemos preguntar, porque sólo los hombres libres tienen derecho a hacerlo.
La libertad de Pesaj y su alegría contrasta con la tragedia egipcia de la décima plaga, la muerte de los primogénitos. Hasta la novena, las plagas pueden ser tomadas como ejercicios de magia, algo en que los egipcios creían: si bien afectaron a la población, dañaron el patrimonio, e hicieron del hábitat un lugar inhóspito, las nueve plagas son intrascendentes; la décima plaga es letal. La cruel ironía es que aplica el mismo criterio que el Faraón había aplicado respecto de los Hijos de Israel: muerte de los primogénitos. Si en aquel caso se salvó Moisés, en éste no se salva ninguno, no hay excepciones. El hecho es de tal dramatismo que constituye el punto de quiebre de la historia. De modo que sería bueno que, más allá de derramar más o menos vino durante la cena festiva, todo el año seamos conscientes de que nuestra libertad y redención, ahora como entonces, no es gratuita ni inofensiva ni inocua. No que renunciemos a ella, sino que la dotemos de significado vistos los costos que ella conlleva.
El jametz son harinas leudadas en oposición a la harina sin leudar de la matzá. El jametz como metáfora de lo impuro surge casi naturalmente, pero no deja de ser una construcción humana, como todo lo que elegimos contarnos en ésta y en otras festividades. Si para transitar Pesaj elegimos dejar atrás el jametz en forma por demás puntillosa, pero al mismo tiempo lo consumimos el resto del año, ¿qué simboliza realmente? Si es tan impuro, sería razonable pensar que no deberíamos comerlo nunca, como otros alimentos prohibidos. La cuestión parecería ser que cuando hablamos de libertad en Pesaj la idea no es el mero libre albedrío, la posibilidad de elegir, sino la libertad de otro tipo de sujeciones o adicciones, como sería, en términos de siglo XXI, la dependencia del celular. Si la matzá es simple y austera y el jametz es elaborado y sofisticado, Pesaj es un tiempo de despojamiento. Dejar atrás el jametz por una semana es una manera de regresar a lo más básico: reunirnos en familia, comer para significar además de disfrutar, recordar de dónde venimos y reiterar nuestras aspiraciones. Así como en Sucot habitamos entornos frágiles y simples, en Pesaj ingerimos alimentos simples simbólicamente.
Nunca somos enteramente puros ni absolutamente libres. Pesaj no escatima en narrar el sufrimiento y destino de nuestros opresores, a la vez que nos compele a dejar atrás las complejas elaboraciones de una sociedad libre en aras de un alimento básico y simple. Dicho de otra manera (de eso se trata Pesaj cada año, decirlo igual pero que signifique diferente): Pesaj es una ejercicio de aproximación permanente a nuestra naturaleza menos complejizada, a la vez que nos libera sin que olvidemos nuestros estándares éticos.
Ianai Silberstein, 27 de abril de 2016