Brissa

Primero se confirma el infierno tan temido: la niña, en este caso poseedora de un sugestivo y poético nombre, Brissa (sí, con dos eses, como aliterando el aire y sintiéndolo en el rostro), está muerta. Asesinada. Antes fue Valentina, en Rivera, la otra punta del país. En menos de dos semanas, la bofetada viene de un lado, y del otro, implacables. Acto seguido, estalla la furia inútil y estéril hoy facilitada por los medios: el vértigo de Twitter, la promiscuidad de Facebook, y la televisión a través de los informativos, repitiendo hasta el hartazgo una simple, básica historia de perversión e impotencia. El público apiñado viendo los movimientos de la policía como si fuera CSI en vivo versión vernácula, gente que, se nos cuenta, se acerca al lugar del hallazgo para alimentar el morbo. Es que sí, estamos saciados, intoxicados de morbo, perversión, impotencia, e inoperancia. Hablan los fiscales, hablan los abogados defensores, explican los periodistas, pero está todo muy claro: tenemos un sistema que no contiene ni frena esta suerte de epidemia, a la vez que surgen las grandes interrogantes acerca de los castigos al crimen. Nada nuevo bajo el sol, viejo tema de la humanidad si los hay.

Uruguay se ha vuelto un país violento. Las garrafas de gas tiradas desde lo alto de una tribuna son anécdota y chiste si sólo lastiman a un perro, pero bien podían haber matado una persona. El fútbol tiene su larga lista de víctimas. Tener un comercio pequeño donde se maneja efectivo es un llamado a la rapiña y por qué no al asesinato. La industria de la seguridad crece y crece, aumentando el “costo país”: es un impuesto que no le pagamos al Estado, pero es casi como pagar protección a las mafias; si no hay seguridad privada, uno es víctima. Aun así, no hay garantías. Tampoco las hay en el tránsito, ese ejercicio de frustración y atasco permanente que encrispa los ánimos, habilita la puteada fácil, y sin preverlo, puede desembocar en tragedia; no hay nada más peligroso que un conductor ofuscado, ni para sí mismo ni para su entorno.

La sociedad uruguaya carga con muchos muertos por violencia y crimen. No hablo de muertos políticos, ese es otro asunto. Hablo de hoy, día a día, cuando los informativos de televisión llenan buena parte de su contenido con policiales, mostrándonos las humildes realidades de los barrios atravesados por la violencia, desde Pocitos a La Teja. Nano Folle es una estrella de la TV y, estos días que no está en pantalla, uno lo extraña: ha instituido una forma clara, concisa, y ajustadamente empática de narrar lo inenarrable. Ahí yace la cuestión: cómo se cuenta sin caer en el morbo, el tedio del horror, el lado oscuro de la vida, la desesperanza. Los medios tendrán que perfeccionarse en ese sentido, es su desafío.

Por último, está la política y los políticos. Por un lado, los “colectivos” que hacen leña del árbol caído y a través de estos crímenes hacen pública, una vez más, sus agendas. Como si el crimen tuviera género, edad, clases sociales, profesiones… el crimen es crimen y golpea en diferentes puertas. Las agendas de los colectivos deben manejarse cuando el crimen no ocupa el centro de la opinión pública porque de alguna manera las vuelve panfletarias y oportunistas. El trabajo de educación y generación de opinión pública, en el tema que sea, debería hacerse cuando el público esté permeable, no cuando está ofuscado y dolido. Por otro lado, están los políticos que ejercen el gobierno de turno. Lo digo sin vueltas: en cualquier otro gobierno, a un ministro del Interior se le pedía amablemente la renuncia. Más no sea para enviar una señal a una población cuya furia e indignación irá pasando con los días, pero cuyo hartazgo, fastidio, y frustración frente a la impotencia de su Estado le empobrece y ensombrece su calidad de vida. Ni el salario real ni el asistencialismo ni el crecimiento cultural compensan el miedo por nuestros hijos, nuestros mayores, nosotros mismos.