Shavuot 5777

I.

Este año Shavuot me lleva a pensar, intencionalmente, en una forma más asociativa que coherente o lógica. Uno pasa buena parte de sus días, o algunas horas al día, tratando de encontrar sentido(s); a veces uno entiende que ciertas situaciones, coyunturas, o hechos se explican por breves momentos de epifanía. En una lectura joyceana, la epifanía no tiene necesariamente consecuencias, no siempre produce efectos. Tal vez la persona adquiere una nueva experiencia, pero ésta no se traduce en la vida real y cotidiana. Una epifanía puede ser una experiencia conmovedora pero profundamente triste y desesperanzada.

Cuando uno escucha que todos estuvimos presentes en el Monte Sinaí recibiendo la Torá (ver Deut. 29, 13:14), del mismo modo que todas las futuras generaciones de judíos (nacidos tales o por elección) habrán estado allí, uno espera cierta epifanía: un cierto momento en que se adquiere una cabal y profunda experiencia como judío. Conversando con gente empecé, no hace tanto, a entender dos cosas: que la gente sí vive esos momentos de epifanía judía, y que casi nadie los reconoce como tales. La mayoría espera su experiencia reveladora en Iom Kipur, pero se resiste a reconocerla en una melodía, en un sabor, en un ritual. La revelación puede no ser la gran experiencia colectiva y masiva que nos enseña la tradición, sino una vivencia mucho más personal e íntima que sólo uno siente. Lo colectivo en el judaísmo no excluye la experiencia individual.

II.

Al rato de haber despedido a mi esposa en el aeropuerto en Montevideo recibo un contacto de mi hija en Europa a punto de tomar un vuelo de regreso a Israel. De pronto me doy cuenta que en un mismo tiempo tendré dos seres amados y parte esencial de mi vida en vuelo sobre diferentes mares. Por algún misterioso motivo me surge la interrogante: ¿acaso no es esa la esencia del judaísmo? Viajeros errantes a través de mares y continentes. Sólo que esta era de comunicaciones instantáneas nos ha dado la posibilidad de saberlo y experimentarlo en tiempo real. Para mí, esa es una experiencia judía.

Una vez más debo aclarar: las experiencias “judías” no son exclusivas a los judíos; todos somos pasibles de sentirnos eternos viajeros errantes. Pero ninguna tradición ha hecho tanto énfasis en esta movilidad que nos caracteriza y que, vuelos mediante, ha vuelto tan fácil estar y no estar. Siendo que el regreso a casa (la tierra de Israel) fue durante siglos mucho más un símbolo que una posibilidad real, los judíos tenemos lazos lábiles con las tierras que elegimos habitar. Como dice Facundo Cabral, “no soy de aquí ni soy de allá”.

III.

En el año 1977, durante mis estudios en la Universidad de Tel-Aviv, fui parte de un (por entonces) tradicional paseo a la península de Sinaí, culminando en el monasterio de Santa Catarina, al pie de Abu Musa, la montaña identificada como “Sinaí”. De hecho estuve allí dos veces: una a nivel familiar, durmiendo en el monasterio, y otra a nivel estudiantil, durmiendo en sobres de dormir sobre la tierra al pie de la montaña. En ambos casos ascendimos en la madrugada para ver el amanecer desde la cima, contemplando la inmensidad del escarpado desierto y a lo lejos las dos lenguas de agua, el Mar Rojo y el Mar de Suez. Nunca he vuelto, por obvias razones, y tampoco mis hijos han podido tener la experiencia que yo tuve. Aun así, la tradición sostiene que también ellos estuvieron al pie del Sinaí. Nunca les he preguntado si es así.

Lo que yo puedo reconocer es que el desierto es un ámbito posible para una experiencia bíblica tal como la narra el libro de Éxodo, en especial en una noche de tormenta. Al pie del monte se extiende una llanura donde bien pudieron dormir, como dormimos nosotros, apiñados, millares de almas expectantes. La soledad y el despojamiento, la precariedad de la vida, son todas señales de una experiencia posible. Yo recuerdo las estrellas, el frío de la noche, el esfuerzo del ascenso, la magnífica vista desde la cima, y el silencio cuando conseguíamos callarnos. Sí, esa cima bien pudo ser inspiradora para Moshé. También yo he sabido de cuarenta días de aislamiento y transformación.

IV.

Las experiencias humanas no nos son ajenas, en ésta o en aquellas generaciones. Por eso tal vez nos animamos a afirmar que “todos estuvimos allí”. La frase no deja de tener una fuerza muy sugestiva e incluyente, pero no por eso es más metafórica que literal. Nos hace partícipes a la vez que responsables; nos honra a la vez que nos obliga. Sin embargo, y no sin esfuerzo y tiempo, he aprendido que un día de contar el Omer (los días agrícolas entre Pesaj y Shavuot) tiene más fuerza reveladora para mí que escuchar los Diez Mandamientos. Contar progresivamente el tiempo, numerar cada día como si no fuéramos a llegar a cincuenta, es una pequeña epifanía que tenemos cincuenta oportunidades de vivir.

Shavuot, como Sucot, queda un poco perdida en el calendario hebreo de la mayoría de nosotros, aquellos que no nos ceñimos al mismo como los “religiosos”. Con suerte, escuchamos que estas festividades suceden, pero parecería que no nos conciernen. Tal vez pensar Shavuot no como una gran revelación colectiva e histórica sino como la culminación de una sucesión aleatoria de epifanías judías nos ayuden a, si no a anclarlas en nuestros calendarios, reconocer su existencia y su propuesta.

V.

Jag Sameaj!