Refugiados

Hace un par de días leí un twitt que decía: you have a refugee in your family. Por ese efecto espontáneo y particular que tiene Twitter inmediatamente asocié con el versículo aquél que dice “extraño soy en tierra extraña”, o con aquél que dice “un arameo errante fue mi padre”.  Sabía que la palabra “refugiado” en hebreo es “palit/plitim”; supe que es una palabra bíblica. Lo interesante es que el texto estaba en un grafitti en Tel-Aviv.

Podríamos apelar al ya muy manoseado “Je suis… “ originado en la ciudad luz, París, y decir algo así como “somos todos refugiados”. Por cierto que a lo largo de la historia de la Humanidad ha habido millones de ellos en toda época, aunque por cada uno habrá otros tantos o muchos más que nunca han abandonado su tierra. El refugiado es un ser en estado de tránsito e incertidumbre, y por lo tanto el término, en un sentido figurativo, abarca multitudes.

Si un pueblo sabe qué es ser refugiado, es el nuestro, el pueblo judío. A eso apunta el grafitti. No en vano un libro fundacional como la Biblia contiene tantas citas relacionadas con el tema. El Pentateuco es la historia de un grupo de refugiados en busca de un hogar. El Sionismo es un movimiento nacional cuyo fin fue, y aún es, abolir el status de refugiado para los judíos. Vengamos de Egipto o de Europa, siempre hemos atravesado, por qué no roto, las aguas; siempre es un renacimiento, siempre recreamos el mito. Aún hoy, en época de aviones, volamos, pero a la tierra se llega atravesando aguas. Es una mikvá nacional, mítica, y simbólica.

Por eso resulta duro escuchar a quien celebra el muro propuesto por el presidente Trump en los EEUU. Por eso resulta duro ver el desplazamiento de los habitantes de Amona. Sean africanos tratando de llegar a tierras seguras, sean idealistas nacionalistas, no somos ajenos a la desazón de estar en tránsito. Tal vez esa condición explique la obsesión colonialista por parte de algunos, a la vez que tal vez explique el desapego casi fanático de otros. Tenemos una cierta dificultad de aceptar el concepto de la tierra no ya prometida sino propia: unos la codician a cualquier precio, otros están dispuestos a negociarla a cualquier precio. Unos privilegian echar raíces, otros privilegian la paz y justicia.

Cuando finalizó la 2ª Guerra Mundial había millones de refugiados y desplazados. Nosotros no éramos diferentes, pero éramos más antiguos. Se creó el Estado de Israel: hoy, casi setenta años más tarde, la “mitad” de los judíos viven allí, la otra “mitad” en los EEUU, y el resto diseminados por el mundo. Estamos todos integrados a las sociedades en que vivimos, más allá de brotes antisemitas más o menos intensos. Algunos deben ejercer la antigua condición y vuelven a trasladarse, pero difícilmente podemos llamarlos refugiados en un sentido actual: siempre está Israel.

La pregunta que cabe es cómo miramos nosotros, desde nuestra novel condición, a la marea humana que se desborda sobre las costas de Europa o trata de acceder al sueño americano. Cómo nos contamos las travesías que los vemos hacer en vivo y en directo, día a día, a través de Europa. ¿Creemos, deseamos, que a ellos también se les abran las aguas? ¿Habrá para ellos un mito esperanzador para contar como la salida de Egipto para nosotros?

En este año de efemérides tan vinculadas a nuestra condición de eternos refugiados (aún tenemos que justificar nuestro derecho a un Estado) hemos propuesto revisar nuestra narrativa y encontrar propuestas más creativas y relevantes. No cabe duda que tenemos que  encontrar un lenguaje y un discurso que hable a las generaciones futuras. Es un desafío que cada generación debe acometer. Pero tal vez el desafío se duplique porque no debemos solamente contarnos nuestra historia a nosotros mismos en torno a la mesa festiva, sino que, más que nunca, debemos rescatar el legado, la creatividad, y los valores que este grupo de refugiados ha sabido contribuir a la Humanidad. No somos “luz para los gentiles”, somos apenas lámparas en la oscuridad mostrando caminos hacia lugares más luminosos y esperanzadores.

Ianai Silberstein, 10 de febrero de 2017