Hanna Arendt: lecciones en totalitarismo

Zoe Williams, The Guardian, 1 de febrero de 2017

En el apuro por dar sentido al mundo post-inauguración, Amazon se ha visto obligada a reponer algunos títulos clave: ‘1984’ de Orwell llegó al primer lugar a fines de la semana pasada, después de que la asesora de Trump, Kellyanne Conway utilizara la frase “datos alternativos” en lugar de “esa mierda que acabo de inventar”. Pero la gran sorpresa – a pesar de ser un trabajo largo, complejo y exigente o, como lo describió la revista en línea Jezabel, “extremadamente metálico” – es ‘Los Orígenes del Totalitarismo’ de Hanna Arendt, publicado por primera vez en 1951. Los comentaristas han hecho referencias a esta obra desde la elección de Donald Trump en noviembre, pero esto nunca fue un estímulo para que tanta gente quisiera realmente adquirir una copia.

En esta obra, la teórica política (que siempre rechazó explícitamente el término ‘filósofa’), detalla el camino: “el antisemitismo (no sólo el odio hacia los judíos), el imperialismo (y no la simple conquista), el totalitarismo (no una mera dictadura)” son considerados en su interrelación. En el contexto necesario del imperialismo, “el antisemitismo se convirtió en el primer agente catalítico para el ascenso del movimiento nazi…, luego para una guerra mundial de ferocidad sin igual y, por último, para el surgimiento del crimen de genocidio sin precedentes”. Todo esto está bien establecido; lo que asusta son los detalles.

Cuando Arendt describe el ascenso del dictador, que necesita una masa y no una turba, se podría estar leyendo una tesis de un sociólogo acerca de los partidarios de Trump. “El término masas se aplica únicamente cuando hablamos de gente que, ya sea por su enorme cantidad, o por su indiferencia, o por una combinación de ambos factores, no puede ser integrada a cualquier organización basada en el interés común, a partidos políticos o a gobiernos municipales, o a organizaciones profesionales o sindicatos. Potencialmente, existen en todos los países y constituyen la mayoría de ese gran número de personas políticamente neutral, indiferente, que nunca se une a un partido y casi nunca va a las urnas”.

Ella describe, de manera bastante franca, el antisemitismo en sus inicios: “Mientras que los sentimientos antijudíos estuvieron muy extendidos entre las clases educadas de Europa en todo el siglo XIX, el antisemitismo como ideología, fue, con muy pocas excepciones, la prerrogativa de los chiflados en general y de la periferia lunática en particular”. Sin embargo, a pesar de menospreciar su capacidad mental, esta base creó la infraestructura ideológica sobre la cual se podría construir un movimiento de masas. Recuerda de forma llamativa la descripción que John Naughton hizo del interesante podcast ‘Talk Politics’ de David Runciman sobre la “derecha alternativa”: “La gente que formaba parte vagamente de este lado del sistema político, fue esencialmente excluida del discurso público. Pero lo que simplemente pasó, es que no se quedaron quietos. Se fueron a la red. Así, durante la mayor parte de los últimos 20 años, se estableció una red de cámaras de eco de la derecha sobre la cual se construyó la infraestructura de la campaña de Trump”.

De esto se desprenden dos conclusiones. En primer lugar, de la comparación podemos concluir que la red no es responsable de todo. Los antisemitas encontraron maneras de mantener sus ideas vivas y generativas sin contar con esa ventaja y con las mismas fuerzas del conservadurismo y del sentido común alineadas en contra de ellos. En segundo lugar, como pregunta Runciman, ¿qué pasó con las redes de la izquierda? ¿Por qué no tenemos cámaras de eco eficaces? Es una pregunta que todos nosotros nos hemos estado haciendo, de una manera u otra, porque no hay una escasez de radicalismos en la izquierda.

Aquí, Arendt aporta una visión liberadora, descrita de forma resumida por la profesora Griselda Pollock, experta en Arendt. “Ella habla de la creación de pan-movimientos, esas ideas generalizadas que engloban elementos nacionales, políticos y étnicos: los dos grandes pan-movimientos de los que ella habla son el bolchevismo y el nazismo. Hay una sola explicación para todo, y ante esa única explicación, cae todo lo demás. Ella ofrece un retrato de cómo se generan estas personas aisladas que luego son susceptibles a estas pan-ideologías que les ofrecen ser parte de algo. Pero el lugar que tienen es, en última instancia, de sacrificio, ya que no cuentan para nada; todo lo que cuenta es la gran idea”. La izquierda, en otras palabras, no es necesariamente inepta en la tarea de crear una pan-ideología, pero cualquiera que crea en el pluralismo o la complejidad, no tendría voz en este terreno. Deberíamos sentirnos contentos por no haber demostrado eficacia en este espacio, incluso si lo sentimos como un fracaso.

Arendt nació en Alemania en 1906 y fue una académica hasta 1933, cuando se embarcó en obras de caridad, asegurando la salida a Palestina de niños y adolescentes judíos. La decisión no se basó en ninguna percepción repentina sobre la amenaza de Hitler. “Por el amor de Dios,” dijo, riendo, en una entrevista en televisión en 1964, “no necesitábamos que [él] supiera que los nazis eran nuestros enemigos. También sabíamos que había un gran número de alemanes que lo apoyaban. Eso no podía sorprendernos en 1933”. Por el contrario, ella había sido excluida del medio intelectual por la exclusión “coordinada” de sus colegas judíos (Arendt provenía de una familia de judíos seculares de izquierda).

“El problema personal no estaba en lo que hicieron nuestros enemigos, sino en lo que hicieron nuestros amigos”, dijo. “Todavía no [estaban] bajo la presión del terror, [pero] era como si se hubiera formado un vacío en torno a uno”. Llevó a cabo el trabajo con los refugiados desde París. Despojada de su nacionalidad alemana en 1937, escapó a Nueva York en 1941 con su esposo y su madre, a través del campo de internación de Gurs en la Francia del sur controlada por Vichy.

Ella nunca dejó de ser clara acerca de la magnitud del Holocausto, diciendo, en la misma entrevista: “El día decisivo fue cuando oímos sobre Auschwitz. Antes de eso, decíamos: ‘Bueno, uno tiene enemigos. Eso es algo natural. ¿Por qué la gente no debería tener enemigos?’ Pero esto era diferente. Era como si se hubiera abierto un abismo. En algún punto de la política se pueden dar excusas por casi cualquier cosa, pero no por esto”.

Sin embargo, se convirtió en una figura polémica, allá por la década de los sesenta, tras la publicación de ‘Eichmann en Jerusalén’, una consideración sobre el juicio de Adolf Eichmann y lo que reveló acerca de la naturaleza de la Solución Final y todos los que eran cómplices de ella. Los detractores la acusaron de hacer a los judíos cómplices de su propio destino. Ella lo rechazó de plano: “En ninguna parte de este libro acusé a los judíos por no resistir”, pero dijo, “que el tono es predominantemente irónico es absolutamente cierto. [Leyendo el juicio de Eichmann] me reí infinidad de veces, me reí a carcajadas. Y probablemente todavía me reiría tres minutos antes de mi muerte segura”.

Éste es el libro que acuñó la frase “banalidad del mal”, que tiene ramificaciones tanto para el totalitarismo como proyecto como para los caminos de la resistencia. Pero también es una miniatura útil de la primacía del lenguaje para entender cómo Arendt comprende la política: los clichés al servicio del control, su mundanidad, su mendacidad, sólo pueden divertirla. También está la cuestión de Martin Heidegger, el filósofo con el que tuvo una relación turbulenta en los años veinte y algún que otro contacto – de magnitud poco clara – después de la guerra, a pesar de sus vínculos con el partido nazi, incluso justificándolos (parece la comedia romántica más oscura imaginable: “¡Pero yo lo amo! Pero él es un nazi. ¡Pero yo lo amo!”).

Pollock advierte sobre realizar demasiados paralelismos obvios entre ‘Los Orígenes del Totalitarismo’ y la situación de hoy de los EE.UU.: “La islamofobia no es elaborada con la misma complejidad de tropos y mitos como el antisemitismo y no deberían ser equiparados”. La obra de Arendt a la que se refiere más a menudo es la que vino directamente después de ‘Orígenes’: ‘La Condición Humana’, de 1958. En el Holocausto, “hemos visto la abolición de lo humano”, explica Pollock, “y entonces ella tiene que escribir lo que en realidad sería un relato sobre el ser humano como criatura política”. Arendt tiene dos creencias centrales acerca de la condición humana (que no debe confundirse con la naturaleza humana). En primer lugar, explica Pollock: “Cada vida humana es el comienzo potencial de algo nuevo. A diferencia de los animales, que son predecibles – cada uno se comportará como lo hicieron sus progenitores – con un humano ha comenzado algo que podría ser completamente diferente. Se trata de la ‘natalidad’. Como resultado de ella, la condición humana es plural”. Las consecuencias de esto son enormes: debido a que nos comunicamos y utilizamos el lenguaje, nos mostramos los unos a los otros en nuestra diferencia, y es con esta divulgación que se genera la acción: podemos hacer algo para cambiar el mundo.

Luego viene una dicotomía realmente importante que tiene sus raíces en la filosofía griega: la diferencia entre esta acción y el trabajo, que es lo que hacemos para sobrevivir. El trabajo es lo económico, “proviene de la palabra griega oikos, que es el hogar. Pero ellos imaginaron esta otra fuente, la política, el origen de la palabra y de la acción”. Esto es lo que constituye, para los griegos, el ser humano, y, a través del prisma de Arendt, natalidad y pluralidad son los estímulos del yo político; es decir, lo político reconoce el potencial infinito de cada vida humana, mientras que lo económico sólo reconoce ese elemento del ser humano que trabaja, que produce. Como dice Pollock: “Lo que ella temía era la tendencia a devaluar la acción, para que lo económico eclipsara a lo político”.

Llevado a su extremo lógico, que lo económico eclipse a lo político no resulta en el campo de exterminio sino en el campo de concentración; la diferencia es crucial, explica Pollock. El campo de concentración existe no para extinguir la vida, sino para extinguir lo humano. “Uno es alejado de la acción moral, se convierte en un número y, por último, es reducido fisiológicamente a un conjunto de reacciones, a medida que el cuerpo lucha para sobrevivir la demacración extrema”. Si la política es sólo un conjunto de decisiones económicas, entonces la persona no es más que el trabajo que hace y la preciosidad infinita del potencial de cada persona desemboca en una homogeneidad brutal, resultando en que una persona es indistinguible de la siguiente.

Para poner esto en un contexto moderno, “la realidad política oficial ahora está siendo promulgada por el empresario capitalista moderno”. La política y la economía, en Trump, son indivisibles. “Y a pesar de que el hecho de que la gente se está manifestando parece maravilloso, en realidad es bastante aterrador, porque está generando una situación de crisis en la que, en última instancia, la protección de la ley y el orden justifica al gobierno con medidas extremas. Para algunos de nosotros, es la repetición del escenario protofascista”. Es un viejo truco leninista: la generación de disturbios civiles con el fin de atacar a la sociedad civil. En ese sentido, todos estamos siguiéndole el juego a las pésimas cartas de Trump.

Mark Davis, director del Instituto Bauman de Leeds, nos indica otro texto: ‘Sobre la violencia’ (1970). “Creo que esto nos lleva más cerca de lo que está pasando en este momento”, dice. “Ella dijo en ese libro que la violencia y el poder son realmente opuestos. Cuando las instituciones, sobre todo las del gobierno, empiezan a colapsar y a perder su legitimidad, pierden su poder sobre la conducta cotidiana de los ciudadanos. Así que lo que hacen como una respuesta a la pérdida de poder, es incitar a la violencia. La violencia inunda la pérdida de poder, en lugar de ser una expresión de la misma”.

Pollock nos retrotrae a las manifestaciones y lo que le hacen al lenguaje, pues el slogan es un aplanamiento de la complejidad, un eco de exactamente la misma pan-ideología de una única idea sobresimplificada sobre la visión del mundo contra la que protestan. No estoy segura. Se pueden incluir un montón de cosas en un slogan. A mí me gusta especialmente: “Primero vinieron por los musulmanes, y dijimos: no hoy, hijo de puta”. Sin embargo, veo el sentido de estos argumentos, y me pregunto, ¿qué haría Hannah Arendt? ¿Habría marchado por Downing Street? Davis está conflictuado. “Ciertamente, creo que hay mucho para ganar de personas que se reúnen para mostrar su solidaridad. Pero en un mundo en el que las instituciones frente a las que nos estamos manifestando están perdiendo su legitimidad y su poder, no estoy seguro de que esto tenga el impacto que alguna vez tuvo. Si pensamos en el mal como esta única persona, este único gran evento, entonces tendremos la tendencia a querer enfrentar esto con una única gran demostración de resistencia. Pero en realidad, si el mal es banal – un conjunto de decisiones ordinarias, mundanas del día a día – entonces tal vez debamos empezar a vivir el día a día de manera diferente”.

Todavía veo el sentido de protestar como una expresión concreta de la solidaridad. Tendría más en cuenta, si estoy siendo atacada, una persona que salió de su casa que por una persona que firmó una petición. Tangencialmente, tengo una repentina nueva fe en el marco feminista de manifestaciones recientes como las marchas de las mujeres, disipando un poco la insinuación de violencia pública que siempre se utiliza como justificación de la supresión. Parece claro, sin embargo, que no es suficiente: que tal vez el legado más profundo de Arendt es establecer que uno tiene que considerarse a sí mismo político como parte de su condición humana. ¿Cuáles son sus actos políticos y al servicio de qué política están?

Traducción: Daniel Rosenthal