«Executive Orders»

La “inauguración” (traducido literalmente del inglés, con todas sus implicancias) de Donald Trump como presidente de los EEUU el pasado 20 de enero ha influido en la agenda de la prensa, los medios, las redes sociales, y la opinión pública de una manera casi impensable: no sólo que a la ceremonia siguieron manifestaciones multitudinarias con la excusa de la Marcha por la Mujer tanto en EEUU como en el resto del mundo, sino que la diarrea ejecutiva que infectó a la administración Trump parece no tener contención: desde entonces está firmando “excutive orders”, que supongo que son algo así como “decretos presidenciales” y modificando la realidad en forma pasmosa. Ante tal aluvión de resoluciones políticamente incorrectas, firmadas con la mayor solemnidad y omnipotencia, el mundo del centro y la izquierda no para de asombrarse, de gritar, manifestar, repudiar, advertir, recordar, predecir, y maldecir. El mundo que votó a Trump, por otra parte, y todos aquellos que dicen “entender” el fenómeno Trump, no hacen otra cosa que explicar las profundas causas y motivaciones de tales resoluciones.

Pues bien: resulta que ambas partes tienen razón. Los decretos de Trump son xenófobos y racistas, anti-ecológicos, y desde un punto de vista diplomático, son como un elefante en un bazar. Sin embargo, es un hecho que el peligro del terrorismo islámico existe:  EEUU ha sido su principal víctima desde el 9/11 en adelante; es un hecho que la frontera con México es una fuente de corrupción, crimen organizado, y un flanco abierto del país; y es un hecho que Trump elegiría un conservador relativamente joven y sano para la Suprema Corte de Justicia de modo de garantizar una cierta manera de interpretar la ley y sobre todo la Constitución de los EEUU. Nada de lo que ha hecho Trump es injustificado. Entonces, ¿cuál es el problema con Trump y sus decisiones?

El problema es desde dónde miramos los hechos. Toda realidad es pasible de muchas miradas, muchos criterios. Detrás de todo hecho o decisión hay una historia, y la Historia va contando los hechos de diferentes maneras, depende quién la cuente. Si hacemos un corte en el presente, si tomamos las resoluciones de Trump una por una, podemos mirarlas y entenderlas desde dos puntos de vista: uno causal, llamémoslo “real” aunque sea redundante (todo hecho acaecido ES real), y otro moral o ético. Las “executive orders” de Trump no son otra cosa que el cumplimiento de sus promesas de campaña, que a su vez lo llevaron a ganar la presidencia. Si prometió, tiene que cumplir. Si lo votaron, es que tocó temas sensibles en la sociedad estadounidense. Tan es así que tiene movilizado a todo el país y el mundo: la mitad a favor, la mitad en su contra. Si hubiera ganado Hillary Clinton otros gallos cantarían, pero no ganó. Si alguien esperaba que Trump fuera diferente a lo que es, va siendo hora que sepamos que el hombre es lo que presenta al público: elija cada uno los adjetivos.

Las decisiones de Trump pueden justificarse desde la realidad, pero al mismo tiempo son fácilmente cuestionables desde la dimensión ética y moral de nuestra existencia. No cabe duda que discriminar está mal, que la desigualdad de género es equivocada, que el “bullying” no es la forma en que personas o países deban relacionarse, ni tantos otros valores que las medidas de Trump tocan y manosean en forma grosera, ruda, y sobre todo provocativa.

El mismo proceso de escrutinio detallado caso a caso de quienes llegan de los países “prohibidos” por Trump podía llevarse a cabo en forma más discreta y tan o más eficiente, evitando convertir los aeropuertos en plazas públicas. La seguridad en la frontera con México, el famoso “muro”, puede implementarse, incluso su pretendido pago por parte de los mexicanos, sin humillar en forma pública y prepotente. Comenzar una presidencia suspendiendo una reunión con su par del país fronterizo no habla de una buena presidencia, del mismo modo que dar su otro vecino la oportunidad de hacer política con decisiones terminantes y provocativas. Tanto Trudeau como Peña Nieto se han beneficiado con las bravuconadas de Trump.

Nadie medianamente informado está ajeno a las razones que llevaron a Trump a ganar la presidencia en los EEUU. Podemos entender las motivaciones de la mitad de los ciudadanos estadounidenses, pero al mismo tiempo podemos entender el pavor y la indignación que siente el otro cincuenta por ciento. Unos miran los hechos, otros miran los valores; unos justifican los medios por el fin, los otros juzgan los medios independientemente de su fin. Unos apuntan a la viabilidad de una nación, otros se apoyan en sus valores éticos. Unos citan la Constitución desde sus fundamentos filosóficos, otros se apoyan en las enmiendas y las leyes que regulan la vida cotidiana de los ciudadanos.

Como en tantas otras situaciones, los EEUU ejemplifican en grande, por tamaño y alcance, los dramas de toda nación, todo estado: el ejercicio de un sistema democrático, el respeto por las minorías, el peso de la ley, el acatamiento de los procesos electorales, el castigo de la corrupción. Como me dijo una joven ciudadana del estado de California, la presidencia de Trump serán cuatro años de oportunidad para poner sobre la mesa grandes temas que han sido contenidos y manipulados hasta ahora: minorías, racismo, homofobia… Las medidas de la administración Trump serán un duro enfrentamiento entre realismo e ideales. Uno sólo puede esperar que tanto uno como otro salgan fortalecidos del proceso.

Ianai Silberstein