Duelo

«Tres palabras,

tres fuegos has heredado:

vida, muerte, amor: Ahí quedan

escritos sobre tus labios.»

He elegido las palabras de Miguel Hernández de su poema “La Boca”. No porque guarde relación alguna con el luctuoso hecho al que responde esta nota, sino porque pensando en el mismo estas tres palabras, “vida, muerte, amor”, surgieron en forma espontánea de mi bagaje poético generalmente postergado por una realidad más prosaica. También porque quisiera no referirme al hecho en sí sino a cómo lo “decimos”, cómo usamos nuestra “boca” precisamente cuando nos enfrentamos a semejante tragedia. Si por “boca” entendemos todos los medios por los cuales emitimos palabra, pienso también en cómo  manejamos esta boca casi deformada que son las redes sociales, esa suerte de caverna sin fin donde resuenan innumerables ecos. No ecos que connoten profundidad y vastedad, sino ecos que señalan cacofonía, aturdimiento, e impotencia. Todos gritamos, todos decimos, pero la pregunta es: ¿de qué sirven las palabras?

Al final del terrible día del 8 de enero de 2016 todo lo que quedó es “vida, muerte, amor”. Porque hay sobrevivientes, porque hay muertos, porque había amor y juventud, y labios que prometían palabras, canción, historias, propuestas, esperanza. Había y hay, pero de las de verdad; no las que reproducimos en forma casi mágica e impensada a través de una tecnología que, excusa de la “comunicación” mediante, pretende hacer justicia, justificar, defender, llorar, pero que, por más compleja y desarrollada que sea, no deja de ser tremendamente frustrante. Del mismo modo que del otro lado de la frontera reproduzcan celebración y festejo no significa que la realidad no sea una e inequívoca, que Israel está para quedarse. El pueblo palestino y árabe en general se ha jactado de su paciencia milenaria. El pueblo judío no le va en zaga: dos mil años de esperanza se cuentan de a uno, y nosotros así los contamos. Y seguiremos contando.

De modo que en lugar de consignas arrojadas como piedras desde la impunidad, en lugar de slogans y acusaciones, en lugar de esclarecimiento estéril, valdría la pena que usemos las redes en forma constructiva: tal vez recrear la frase del himno nacional de Israel, “la esperanza tiene ya dos mil años, ser un pueblo libre en nuestra tierra, Sión, Jerusalém”. Tal vez sea momento de volver a nuestras fuentes, judías y sionistas, para poder consolarnos ante tanta impotencia y dolor. Entonar una vieja canción de heroísmo, esas que cimentaron el mito sionista. Contarnos un cuento. Armar un proyecto. Plantar un árbol. Fundar una escuela.

¿Para qué reproducimos los festejos en Gaza? Ya lo dijo David antes de ser rey de Israel: “no lo refiráis en Gat ni lo enunciéis en las calles de Ashkelón para que las hijas de los filisteos no se regocijen y que no salten de júbilo las hijas de los filisteos” (II Samuel, 1:20). No se comparan las comunicaciones de aquel tiempo al nuestro, pero la sabiduría de entonces está a nuestra disposición. Ante dolientes, ¿acaso nuestros sabios no recomiendan callar? ¿No es el Kadish una oración de esperanza y alabanza? No entiendo entonces el uso y abuso de las redes con el fin de denunciar lo que en definitiva son odios ancestrales o prejuicios ignorantes; ni unos ni otros cambiarán porque nosotros los denunciemos o denostemos. Porque somos parte del problema, somos protagonistas.

Los chicos asesinados en Jerusalem son más jóvenes que mis hijos. Sí, hemos llegado a esa etapa de nuestras vidas donde no sólo la mayoría son más jóvenes que uno, sino que hay jóvenes más jóvenes que nuestros hijos. Es momento de asumir actitudes menos caprichosas e infantiles frente a la realidad que nos rodea. No podemos llorar ni gritar ni patalear para que nos escuchen, porque no lo harán; el resto del mundo, buena parte del cual no nos quiere, no nos escuchó ni desde las cámaras de gas. Tampoco escucha a Aleppo. Tampoco sabe qué hacer con los refugiados. En un mundo imperfecto, nosotros, los judíos, que anhelamos su perfeccionamiento, pagamos buena parte de los platos rotos. Asumámoslo.

Sólo desde una narrativa que nos construya y reconstruya (libnot ulehibanot), sólo desde mandatos tan complejos como “lej-lejá”, podemos enfrentar el mundo en toda su complejidad e injusticia. Como individuos, como colectividad, como nación, como Estado. Como nuestros antepasados en el desierto, nosotros también somos hijos de Iaacov que estamos siempre en camino hacia la promesa. Buena parte está hecha: los chicos asesinados, los chicos heridos, y sus compañeros, se disponían a contemplar la obra secular ante sus ojos: Jerusalém la antigua y la moderna, todo en una mirada. Pequeños milagros de nuestro pequeño pedazo de tierra, Israel.

El duelo judío no es de lloronas y gritos desgarradores, sino de recogimiento en comunidad, de consuelo y de esperanza. No malgastemos esfuerzo en desdecir el odio y la sinrazón.

Shir, Shira, Yael, y Erez: que sus almas se entrelacen en el flujo de la vida.

Ianai Silberstein, 12 de enero de 2017