Efemérides

Ianai Silberstein

2016 cerró con la resolución del Consejo de Seguridad de la ONU #2334.

2017 abre con, entre otras, las siguientes efemérides:

  • ciento veinte años del primer Congreso Sionista
  • cien años de la Declaración Balfour
  • setenta años del voto en la ONU de la partición de “Palestina”
  • cincuenta años de la unificación de Jerusalem
  • cincuenta años de ocupación de los territorios disputados en Judea y Samaria

El Sionismo como movimiento nacional del pueblo judío tiene algo más que los ciento veinte años formales de su primer congreso. Después de todo, éste no fue, ni más ni menos, sino la expresión política y formal de una realidad que ya tomaba forma en el terreno, en lo que se llamaba Palestina por entonces, bajo el Mandato Británico. De hecho, ninguna de estas efemérides es mucho más que eso, fechas que marcan hitos que a su vez modificaron, en mayor o menor grando, en forma real o simbólica, realidades. No siempre fue en el sentido ni el propósito que fueron llevadas a cabo, pero más allá de sus consecuencias, estas fechas quedaron incorporadas a la narrativa en la cual se inscribieron, para siempre. No importa cuál fue la consecuencia de la Declaración Balfour, sin duda mucho más modesta de lo que el propio Balfour imaginó, sino que su frase “su majestad ve con buenos ojos la creación de un hogar nacional judío en Palestina” ha quedado incorporada en los anales de la Historia del Sionismo.

Del mismo modo, la votación a favor de la partición en 1947 es blandida hasta el día de hoy como legítima aun cuando en los hechos su valor es relativo: jamás se ha creado el otro estado (el árabe, o palestino como se lo llama hoy), y de hecho en 1967 Israel ocupa parte de ese territorio (para entonces la partición ya estaba desdibujada producto de la Guerra de Independencia en 1948.

Está claro que lo que marcan las fechas son etapas en la compleja evolución histórica del proyecto sionista. Podemos hacer un ejercicio histórico y revisar cada una de ellas, evaluarlas con “el diario del lunes”, manipularlas política e ideológicamente, pero en definitiva son números redondos que esconden problemas complejos. Hace cien años el mundo era sensible al problema judío; hoy es sensible al “problema palestino”. Éste no tiene una “Declaración Balfour” sino múltiples, simultáneas, sincronizadas declaraciones: la resolución 2334 es una “Declaración Balfour” versión siglo XXI y como tal con un fuerte tufo antiisraelí. Mientras que en 1917 nadie se refirió a los otros pueblos en juego (grave error histórico ampliamnete documentado por todos los involucrados), en vísperas de 2017 el tema es La Ocupación, no la voluntad genuina del pueblo palestino de efectivamente constituirse en Estado al lado de un Estado Judío; si ésta existe aun tiene que ser demostrada en los hechos.

Cuando en 1967, producto de las provocaciones egipcias y sirias primero y la entrada de Jordania en la guerra después, Israel ocupa el Sinaí, la meseta del Golán, y la Cisjordania incluyendo Jerusalem Este, nadie en su sano juicio imaginó que cincuenta años después aquello que fue una fiesta se ha convertido en una verdadera tragedia. Tampoco podíamos imaginar la paz con Egipto, y sin embargo para los ochenta ésta era una realidad; paz fría pero que rige hasta hoy. Lo mismo con Jordania. Dicho de otro modo: es posible que uno no haya soñado ni los más dulces sueños ni las más terribles pesadillas. Ni la paz ni el ISIS. En aquellos inolvidables días de 1967 todos cantábamos “Jerusalem de Oro”; todos mirábamos embelezados las fotografías de Rabin, Dayan, y Narkis entrando a la Jerusalém Antigua y la de los tres paracaidistas frente al Muro de los Lamentos. En ese momento, probablemente, culminó una narrativa que nos sostuvo por cien años. Sin reconocernos mesiánicos, aquello tenía mucho que ver con una redención realizada.

Cincuenta años han pasado desde entonces, ciento veinte desde el primer Congreso Sionista. A la Declaración Balfour de cien años atrás han seguido cientos de declaraciones desfavorables para Israel. La unificación de Jerusalém se transformó en La Ocupación. Israel duplicó su población judía en estos cincuenta años y se ha convertido en el verdadero crisol de diásporas que soñaron los padres fundadores; éste fenómeno no ha sido precisamente un jardín de rosas. El mundo árabe se ha complejizado al punto de la locura, los países se han deformado o vaciado, sólo existen facciones, sectas, y grupos armados. Ni siquiera el viejo y tradicional terrorismo es el mismo: desde el 9/11 se ha vuelto más sofisticado, más poderoso, y más letal. Irán tendrá en un futuro no muy lejano poderío nuclear; ni siquiera Obama cree lo contrario. Israel se ha vuelto más poderoso, más rico, más desigual, más injusto, y mucho menos ético. La ética es un lujo en estos días.

Dicho todo ésto en éste año 2017 tan lleno de conmemoraciones y recuerdos, la pregunta es: ¿cómo seguimos adelante? ¿Cómo renovamos el discurso sionista? Porque está claro que por anacrónico, por desactualizado, por manipulado, el viejo discurso sionista de nuestros padres fundadores ya no apela a las generaciones que nos siguen. Del mismo modo que si la religión es la versión propuesta por la ultra-ortodoxia ésta no apela a grandes masas de judíos, si el sionismo es la versión propuesta por los colonos nacionalistas tampoco éste apela a grandes masas de judíos. Tanto una como otra, la religión extrema y el sionismo nacionalista, están reñidas con valores fundamentales sobre los cuales dicen fundarse. La visión egocéntrica y centralista que proponen no condice con un judaísmo orgulloso de sí mismo pero emancipado e integrado en el seno de las naciones, incluidas aquellas que rodean nuestro Estado y se muestran renuentes (por decirlo con delicadeza) a reconocerlo en toda su amplia y compleja naturaleza judía.

El sionismo de Ben-Gurion y el sionismo de Beguin, por antagónicos que hayan sido en sus carreras políticas, tienen algo en común: el pragmatismo. Ben-Gurión aceptó la partición tal como fue promulgada en la ONU en 1947 sabiendo su imperfección y precariedad; Beguin renunció al Sinaí y toda su riqueza e importancia estratégica en aras de una paz sería con su mayor enemigo. Tal vez sea hora de volver a un sionismo pragmático, prudente, sin tonos imperialistas ni xenófobos, reconociéndo los derechos de otros pueblos a tierras que hicimos nuestra más a fuerza de narrativas fundacionales que de sangre derramada. Siempre que recurrimos a este último recurso fue en aras de la superviviencia, no sólo física sino espiritual y nacional. El gran aporte del sionismo como movimiento nacional fue no dejar en manos de otros nuestra capacidad de defensa, a la vez que rescató los valores de autodeterminación y gobierno postergados por dos mil años de exilio. No renunciaremos a ninguno de estos pilares, pero bien podemos sumar propuestas e imaginación a nuestra situación en el mundo hoy.

El best-seller de Ari Shavit “Mi Tierra Prometida” no es una mera revisión histórica de la historia del proyecto sionista. Las terribles historias de los desplazamientos de Lod o el temible discurso del abogado palestino en camino a su hogar en Nazaret no tienen como función sustituir el discurso sionista. En todo caso, una lectura creativa del libro de Shavit debería conducir a un discurso sionista más moderno y sensible, más atento a los matices, la pluralidad, y la complejidad detrás de los mitos que queremos contarnos.

Para un judío sionista nada se compara a sentarse a orillas del Kineret y escuchar el viento surcar los eucaliptus; o contemplar el valle del Jordán desde Beit Shean; o el wadi Zim desde las tumbas de los Ben-Gurion en Sde Boker; o la ciudad vieja de Jerusalem desde el monte de los Olivos. Detrás de todos estos paisajes hay historias de heroísmo, hay canciones, anécdotas, fogones, paseos, y connotaciones bíblicas únicas. Pero como bien describe Amos Oz en toda su obra, en todos los rincones yacen restos de otros pueblos, culturas, y civilizaciones. Cómo adecuamos nuestro discurso sionista a la realidad que golpea los ojos como el sol levantino es todo un desafío. Es hora de proponer el tema e iniciar la conversación.

Como dijera Hillel: “no hagas a tu prójimo lo que no quieres que te hagan a ti”. Es precisamente acerca de “el resto”, “el comentario”, de lo que tenemos que hablar.