Autócratas

Ian Buruma, The Guardian, 18 de diciembre de 2016

A finales de enero, a menos que algo muy extraño ocurra, las cuatro grandes potencias del mundo estarán gobernadas por figuras autoritarias. Vladimir Putin en Rusia, Xi Jinping, en China, Narendra Modi en la India y Donald Trump en los EE.UU.

¿Qué es lo que explica el ascenso del hombre autoritario, o, en su caso, la mujer? ¿Por qué es que la democracia liberal está siendo puesta a prueba en tantos países por demagogos de derecha que parecen tener muy poca consideración por lo liberal? Hungría y Polonia ya no pueden ser llamadas democracias liberales. Las próximas elecciones en Francia y los Países Bajos mostrarán si un partido autocrático de una sola persona (el Partido de la Libertad de Geert Wilders) o un partido no liberal de extrema derecha (el Frente Nacional de Marine Le Pen) generarán trastornos en Europa occidental. La afirmación de que la gente tiene el gobierno que se merece siempre me ha parecido un poco injusta. Los rusos no escogieron a Stalin. El Presidente Mao nunca fue elegido. La oposición contra Putin nunca tuvo mucha oportunidad.

No obstante, la cantidad de gente que anhela un dirigente autoritario puede ser mayor que la que quieren admitir los liberales presentables, como yo mismo. Se podría extraer un paralelismo con el deseo normal de tener una religión organizada, que sube y baja, pero que nunca desaparece. No es que todas las formas de fe religiosa sean inherentemente autoritarias. Pero la mayoría de las religiones ofrecen seguridad en números, un sentido de pertenencia, un sueño de salvación – si no en esta vida entonces en la siguiente – y la tranquilidad paternalista de que nuestro futuro está en las buenas manos de deidades sabias y de sus representantes en la Tierra.

Los autócratas y los líderes populistas se basan más en el carisma que en sus conocimientos y experiencia y en políticas bien meditadas. En momentos de estrés, cuando gran cantidad de gente le teme al futuro por la razón que sea, tales líderes ofrecen el mismo tipo de seguridad que las autoridades religiosas. En el mejor de los casos, la experiencia y los conocimientos se convierten en irrelevantes y, en el peor, en una mala palabra.

A veces, los autócratas típicos sacan partido de las religiones tradicionales para sus causas. Modi, en la India, llegó al poder subiéndose a la ola del chovinismo hindú. Cuando no está montando a caballo sin camisa, Putin se presenta como el campeón de la ortodoxia rusa combatiendo la decadencia de un occidente degenerado. Las referencias de Xi al confucionismo pueden ser vagas, pero también asume el manto de un gobernante tradicional chino, purgando a su país de las nocivas influencias del mundo bárbaro. Políticas occidentales equivocadas – empujando las fronteras de la OTAN demasiado lejos demasiado pronto – podrían haber contribuido al éxito de marcar a Putin como salvador nacional. Y la intervención occidental (Irak) o posiblemente la falta de intervención (Siria), han transformado al Medio Oriente en un caos sangriento en el que los dictadores siguen prosperando. El ascenso de China habría ocurrido sin importar lo que las potencias occidentales hubieran hecho.

De todas las formas de autocracia moderna, la china es tal vez la más insidiosa, porque a diferencia de la Unión Soviética, es muy exitosa, al menos en un sentido material. Incluso algunos aeropuertos chinos de provincia hacen que JFK en Nueva York parezca una reliquia del mundo en desarrollo. Ahora que, bajo Trump, los EE.UU. probablemente pierdan la voluntad y la credibilidad de proteger a sus aliados democráticos, la dominación de China, al menos en Asia, será imparable. Para los chinos esto no es más que una reversión natural al viejo orden, cuando la gente periférica y los bárbaros tenían que someterse a los gobernantes del Imperio Medio. Algunos dictadores – Hitler, Mao – se convirtieron en los dioses de su propio culto en sustitución de las religiones tradicionales. También ellos detestaban a los expertos y críticos ilustrados, que fueron tratados como infieles a ser quemados en la hoguera, por decirlo de alguna manera.

La decadencia del orden occidental ha coincidido con el hecho de que la administración de las democracias occidentales ha estado en manos de una variedad de expertos o de élites tecnocráticas, menos interesados en la proyección de los sueños del futuro – por no hablar de salvación – que en la búsqueda de soluciones burocráticas para los problemas inmediatos. Es cierto que la Unión Europea se apoya en un sueño de posguerra de paz y hermandad, pero en gran medida también está dirigida por burócratas bienintencionados que no logran tranquilizar a nadie. En estado de ansiedad, mucha gente ya no confía en los expertos. Quiere la tranquilidad que sólo puede ser proporcionada por un liderazgo carismático, la poderosa figura paterna, el hombre de los sueños, la utopía anti-establishment que promete una vez más la grandeza. A la derecha, este tipo de líderes, por lo general, también promete purgar a los infieles, no sólo a los elitistas y a los molestos críticos que piensan que son mejores que nosotros, sino también a las minorías impopulares que no son como nosotros.

La religión también juega un rol en esto. En su estudio sobre la democracia estadounidense en el siglo XIX, Alexis de Tocqueville observó que la libertad política sólo podía funcionar en tándem con la moral cristiana. Pero sólo mientras que la fe organizada se mantuviera separada de la autoridad política. Este arreglo funcionó durante mucho tiempo. La religión organizada proporcionó una fuente institucional de consuelo, pertenencia y esperanza, incluso – o especialmente – a los miembros menos privilegiados de la sociedad. Pero esto tiende a desaparecer en la actualidad. Tal vez de ahí surge la peligrosa tendencia de proyectar las necesidades atendidas en algún momento por la fe religiosa a los líderes seculares.

La religión sigue desempeñando un papel más importante en la mayoría de las vidas de los estadounidenses que lo que es habitual en Europa, por cierto. Un presidente de los EE. UU. todavía tiene que fingir que la religión le importa, aunque en realidad no le importe un comino. Y, sin embargo, incluso allí, la rabia contra las élites, por ser arrogantes, corruptas y carecer de alma (una imagen habitual de Hillary Clinton), ha cobrado tanta fuerza que hasta las personas religiosas buscan una especie de salvación en extasiadas concentraciones masivas adorando a un magnate que realiza negocios turbios, que se ha casado tres veces, y que “agarra a las mujeres por la vagina”. Puede que sea un pecador, pero promete cosas gloriosas que ningún tecnócrata puede ofrecer. El hecho de que tantas personas le crean muestra hasta qué punto nos hemos hundido.

Traducción: Daniel Rosenthal