La Escalera de Iaacov

Alguien se planteó qué es más peligroso y fatal para Israel: la amenaza iraní o la división en facciones que puedan conducir a una guerra civil. Parece un planteo tan irrelevante como la opción entre dar un vaso de leche a un niño o tapar un bache que planteaba el hoy presidente Vázquez de Uruguay en su primera campaña por la ciudad de Montevideo: se trata de ambas cosas, en ambos casos. Irán y el fratricidio son amenazas tan relevantes una como otra, del mismo modo que el hambre y una ciudad segura son ambas prioridades para un gobernante. Proponer opciones que no son tales porque no son excluyentes es un recurso retórico y engañoso.

De todos modos, la mayoría de las “preguntas retóricas” no están hechas para recibir respuestas sino para disparar pensamientos. En el tema Israel, los temas de seguridad los dejo para los expertos; el asunto me excede largamente. Confío en el criterio de mis hermanos ciudadanos israelíes para elegir adecuadamente quién los lidere y proteja. Sólo así se explica la permanencia de Netanyahu.

Sucede que, si una cara de la moneda es la seguridad del Estado, la otra es su integridad. No ya física, sino de identidad. El problema de Netanyahu no es que no nos hace sentir seguros, todo lo contrario; el problema es que el precio que pagamos por esa alta seguridad supone concesiones en valores demasiado caras para el espíritu democrático y judío (sí, ambos van juntos, aunque muchos los estén oponiendo uno con otro) que ha regido al Estado de Israel hasta ahora. El poder de Netanyahu se sustenta en coaliciones que suponen pactar con la derecha, la ultra-ortodoxia, y otras facciones de tipo nacionalista para quienes esos valores de los cuales hablamos no son tan relevantes.

En estos días leemos el periplo de nuestro tercer patriarca, Iaacov, y cómo comienzan a plantearse los problemas con sus hijos. Su propia historia personal no ha sido más que un preámbulo más acotado de los enormes y sordos conflictos que habremos de atravesar en las próximas porciones semanales de la Torá: su relación con su tío Laban, sus dos esposas, algunos de sus hijos y una hija, su hermano Esav…  para desembocar en la historia de “José y sus Hermanos”, como lo titulara Thomas Mann. Si lo pensamos por un momento, podemos aventurar que resultó más sencillo atravesar el Mar Rojo (lo hicimos juntos y alineados) que las conflictivas vidas de nuestros patriarcas.

De modo que efectivamente, cuando escapamos de los egipcios y sus carruajes (me estoy dejando llevar por la fantasía cinematográfica), caminamos juntos hacia un objetivo común y nos aventuramos a través de aguas milagrosas. Cuando ya estamos razonablemente asentados en la tierra que nos han prometido y hemos hecho nuestra, no podemos convivir adecuadamente. Paul Johnson, y seguramente en esto no es original, arguye que los judíos hemos sobrevivido y administrado mejor nuestras vidas cuando no hemos ejercido el poder estatal junto con el religioso. La combinación de ambos aspectos genera tensiones muy difíciles de superar.

La tensión interna en Israel es mucho más intensa y compleja que la de la diáspora. Las diferentes denominaciones del judaísmo en la diáspora viven en forma independiente y en igualdad frente a la ley y el Estado. Claramente, no es así en Israel. La competencia por los recursos del Estado, su asignación y prioridades, generan un ruido político en el marco de los asuntos espirituales e identitarios. Así, se van generando lo que metafóricamente llamamos “tribus”.

De tribus sabemos: perdimos diez de ellas allá por el siglo VIII antes de la era común. Basta con leer los libros de Reyes I y II para saber que la división en dos reinos, el debilitamiento, y la consiguiente conquista asiria obedecieron a temas vinculados al “no-reconocimiento” mutuo. Hoy día una autopista puede separar dos barrios, como en la zona del Gran Tel-Aviv, y sus habitantes no reconocerse unos a otros como hermanos. Una ciudad como Lod, donde en un mismo edificio conviven árabes y judíos, es un extraño y dudoso experimento de convivencia forzada y alienada.

Si Israel es fuerte, sostienen muchos con razón, no habrá amenazas externas, no habrá peligro para nadie. Aun así, podemos pensar el tema en términos más simbólicos: las “conquistas” y las “pérdidas” pueden ser culturales, o como lo llaman Amos y Fania Oz, puede ser un desarraigo de la genealogía narrativa que mantiene unido al pueblo judío. Nadie tiene que irse a ningún lado: de Ramat Aviv a Mea Shearim, de Beer Sheva a Hebrón, las distancias son mínimas, pero la alienación mutua puede ser absoluta.

Dudo que en Israel pueda haber una guerra civil. Aunque ya ha habido fratricidio y magnicidio, todo en uno: Itzjak Rabin Z’L. Aun en los peores enconos, jamás recurrimos a la fuerza ni al exterminio. Ese, el valor de la vida humana, es fundacional y absoluto. Pero aun así, somos capaces de una violencia sofisticada y tenaz en el campo de la identidad, de la legitimidad, de las formas de vida. No sucede sólo en Israel, pero allí es más evidente. En la diáspora los países que habitamos y su sistema jurídico nos amparan. Los nuestros no son asuntos públicos; sí lo son en  Israel.

Tal vez el desafío del judaísmo fuera de Israel sea soñar con escaleras donde todos somos ángeles que subimos y bajamos desde nuestro lugar en el mundo, la roca sobre la cual apoyamos la cabeza. Tal vez, en lugar de mirar hacia el “Rabinato” en Ierushalaim (institución desprestigiada si las hay) debamos mirar hacia otras fuentes que, desde esa misma ciudad, irradien más luminosidad. Todos, aquí y allá, debemos ser vigilantes y cautos, a la vez que nos desafiamos a ahondar en lo que nos hermana.

Ianai Silberstein