Violencia

Ianai Silberstein

Es difícil mezclar naranjas con limones aun cuando ambos sean frutas y más específicamente, cítricos. Del mismo modo, por un lado hay guerras y por otro lado hay asaltos, rapiñas, y asesinatos, y a todo lo llamamos “violencia”. Los límites están muchas veces difusos, otras diluidos, pero el hecho es que muchos por un lado se llenan la boca condenando guerras injustas y opresiones imperialistas en ultramar, mientras que por casa no contenemos un centenar de inadaptados ni evitamos que una ciudad entera viva amurallada y aterrorizada. Para peor, tras un día de silenciosa introspección donde la ciudad pareció transcurrir en una suerte de tarde estival, algún conductor se levanta al día siguiente amartillando vaya uno a saber qué bronca y no ceja en acorralar a un incauto que se atrevió a una inocente “garroneada”. Uno que se asombraba de la virulencia de algunos escuchas de una radio deportiva en su audición matinal ya no puede asombrarse, sino asustarse: los montevideanos vivimos un día de ira cada día cuando salimos a la calle.

Uruguay ya no es, como decía un amigo de bendita memoria (gran admirador de nuestro país) un lugar para morirse en paz, de alguna enfermedad o simplemente de viejo. Hemos sumado cantidad de opciones: muerte por tiro en la cabeza, asesinato por violación, asesinato por copamiento, asesinato por rapiña. Parafraseando a Leonard Cohen Z’L, “quién por el fuego, quién por algo contundente”. Ya no con cada muerto sino que con cada exabrupto, estamos muriendo un poco. Nos tememos, nos recelamos, nos escabullimos, nos vamos; nos quisiéramos ir. Queremos creer que la rambla, los asados, y tomarse una cerveza en la vereda de algún bar todavía merecen la pena. Está claro que en esa lista de placeres costumbristas ya no incluimos al fútbol. Queremos ir al Auditorio del Sodre a ver el Ballet Nacional o la ópera de turno, pero tememos dejar el auto en la calle cuando los estacionamientos se saturan.

Como judíos sionistas, muy cercanos al Estado de Israel, muchas veces nos han preguntado si no tememos visitar ese país dado su estado de guerra permanente, las oleadas terroristas por bomba o cuchillo, la posibilidad de algún misil… Ni hablar de que nuestros hijos viajen allí por un año, estudien, vivan. Nadie puede negar una sana dosis de miedo, pero al mismo tiempo hay una ponderada sensación de confianza. Que las cosas están razonablemente bien hechas, porque en ello va la vida de un país, ocho millones de personas, y por qué no, todo un pueblo.

Tal vez sea momento de que en Uruguay los uruguayos de cualquier origen, religión, partido político, o ideología, empecemos a preguntarnos qué está verdaderamente en juego. Por cierto que Uruguay no vive una amenaza existencial. Pero por pequeño que sea, un país debe ser significativo para sus habitantes: además de trabajo, educación, y salud, debe darles amor propio, sentido de realización. Los países pueden vaciarse por dentro, ahuecarse de tal modo que su razón de ser, si alguna vez existió, deja de existir. Entonces corre peligro de quedar reducido a un instrumento político en manos de unos pocos.

Para muestra basta un botón: en el mejor momento en la historia del fútbol uruguayo (la afirmación es mía, un simple aficionado), durante años entre los mejores diez del ranking mundial, estamos vaciando los estadios, corriendo a la gente, matando hinchas, y dejando impunes a los criminales. Si en Uruguay el fútbol nos da sentido de realización, está claro que nosotros mismos nos estamos matando la identidad. Literalmente.