Ierushalaim

Junto a los ríos de Babilonia nos sentábamos, y llorábamos recordando a Sión (1)

Si te olvido, oh Jerusalén,… (5)

Salmo 137

Lo de la UNESCO respecto de los judíos y Jerusalém, nuestra Ierushalaim, es tan absurdo que su directora se desmarcó del controversial “borrador” a la vez que México desautorizó a su embajador y lo cesó en el cargo. El asunto no fue grave sólo para nosotros, los judíos, sino para el mundo occidental y sensato. Aunque a nosotros no nos cambia una perla más en el collar, estamos condicionados a chillar cuando ocurren hechos de esta calaña; ésta vez los gritos no cayeron en oídos sordos. De modo que hoy el mundo entero sabe, diga lo diga la UNESCO, que Ierushalaim, Jerusalém por si no está claro, es inequívocamente judía.

Nadie excepto Nobel inventó la pólvora; el resto de la humanidad ha tomado prestado, unos de otros, ideas, mitos, valores, vocablos, conflictos, anhelos, y esperanzas. No en vano los Freud, los Lacan, los Campbell, los Harari, los Morris y tantos otros estudiosos de la especie han intentado llegar a una determinada esencia, una estructura común y profunda que recorre a todos los seres humanos y se manifiesta en diferentes formas en diferentes lugares y circunstancias. Todo, absolutamente todo, es sincrético; nada, absolutamente nada, viene de la nada. La cultura romana es epígono de la griega, y ambas son pilar del Renacimiento; el Cristianismo y el Islam se apoyan en el estribo del judaísmo para cabalgar solos. Los EEUU suceden al imperio británico en el dominio del mundo moderno. Así, cualquiera sea el caso.

Ierushalaim era una ciudad jebusea antes de ser conquistada por el rey David con claros fines políticos y militares. Fue judía en un sentido literal y real durante diez siglos, hasta su destrucción tal como era en la Antigüedad a manos de los romanos en 70 EC. Desde entonces, como toda la religión judía, se convirtió en un concepto portable de proporciones simbólicas sin precedentes. La literatura judía colocó a Ierushalaim como sinónimo de la esperanza. Aquello de “si te olvidaré Jerusalém…” no se repite en vano al final de cada ceremonia de Kedushin (matrimonio ritual judío); es que nunca la olvidamos. De igual modo, no es casual que el movimiento nacional judío de los siglos XIX y XX se haya llamado “Sionismo”; “Sion” era el nombre de una fortaleza jebusea adyacente a la ciudad previo a la conquista davídica.

Con el correr de los siglos Jerusalém tomó una dimensión importante para las otras dos religiones monoteístas. En el caso cristiano esto es casi obvio dada la pasión y la muerte de Jesús. En el caso del Islam la conexión es un poco más forzada. Sin embargo, nada de esto hace a la cosa, porque no se trata de exactitud histórica sino de valores y mitos. El Islam construyó su centro en La Meca por ser el lugar de origen del profeta Mahoma. El Cristianismo construyó el suyo en Roma porque creció sobre la estructura del imperio romano. Ierushalaim es el  (único) centro del pueblo judío porque allí se institucionalizó su religión y su estado en la Antigüedad, y por lo tanto ahora en la Modernidad. Más allá de toda circunstancia histórica y por cierto real, es el valor simbólico que le atribuimos a un lugar el que también lo hace propio. Ierushalaim no estuvo bajo soberanía judía durante casi dos mil años, pero eso no impidió que fuera LA ciudad judía.

La Historia nos ampara: es inequívoco, diga lo que diga la UNESCO o cualquier organismo internacional. Pero más que a la Historia deberíamos recurrir a nuestras “palabras”, como dicen Amos y Fania Oz. En nuestras fuentes, literatura, poesía, liturgia, yace nuestra irrenunciable e innegable ligazón con esa ciudad. Es mucho más que un documento politizado y tergiversado.

No es casual, y puede ser profundamente sugestivo, que Noemí Shemer escribió su memorable “Jerusalém de Oro” poco antes que estallara la Guerra de los Seis Días en 1967, cuando Jerusalém Oriental fue conquistada por el ejército israelí y la ciudad se unificó. La añoranza hacia Ierushalaim no está solamente en el Salmo 137, sino en la voz de una poetisa moderna. Está en el diálogo entre las generaciones que los judíos hemos cultivado y cuidado tan bien a lo largo de los siglos.

Por lo tanto el vínculo de los judíos con Ierushalaim es evidente por sí mismo, casi un axioma. Ningún documento borrará una historia de hechos bien documentados, ni la ausencia de referencias judías habilitará a que estas, como por arte de magia, desaparezcan.

Parafraseando a Noemí Shemer, “para todas tus canciones, somos tu lira”.