Dirigentes

Los Rabinos acuñaron la expresión “somos socios de dios en la creación del mundo”. Los Rabinos también citaron aquello de que la Torá “no está en el cielo” sino al alcance de nuestra mano. Los Rabinos también explicaron que dos testigos deben certificar la aparición de la luna nueva para fijar los días de las festividades. Está claro que nuestra tradición, nos gusten los Rabinos o no, nos impone responsabilidades. Hay judíos de todo tipo y filiación, pero estoy convencido que el denominador común es la noción cierta de que uno viene al mundo con una obligación; que la vida tiene un sentido y está en nosotros dotárselo. Aunque solamente nos aboquemos a educar hijos o a trabajar con honestidad y propósito, estamos cumpliendo esa suerte de mandato fundacional.

Muchos de nosotros hemos sentido la necesidad de ir más allá del entorno familiar y del compromiso de sustentarnos (para no ser una carga para la sociedad): nos comprometemos con proyectos comunitarios, en el ámbito judío o no, donde encontramos un sentido de realización diferente al de la familia nuclear. Nos asociamos, diría Yuval Noah Harari en “Sapiens”, en torno a mitos, sueños, historias, ideales; agrego: buscamos incidir en ellos. De alguna manera hacemos, en la actividad que elijamos, un proceso creativo y ordenador, parafraseando a dios cuando, discurso mediante, creó el mundo.

El problema con los dirigentes (sean políticos, dirigentes del fútbol, o dirigentes de una comunidad de fe) es que a veces se toman muy a pecho a la metáfora y quedan instalados en el lado figurativo de la metáfora; en este caso, el lado de la perpetuidad. Si por el contrario nos percibimos como caídos del paraíso, el ejercicio en la humildad auténtica (no la del doble discurso donde la humildad es soberbia) redundará en que prevalezca la narrativa por sobre los narradores. En otras palabras: permanecerá la institución y cambiarán sus directivos.

Hay instituciones de nuestra comunidad judía en el Uruguay que han sabido manejarse con una sana y desafiante dosis de cambio de personas. En muchos casos se han dado verdaderos procesos (sin alusión al pasado reciente nacional) donde el liderazgo formal y los cargos rotan pero un cierto grupo de personas permanece y se va renovando parcialmente. Esto parecería indicar salud institucional y un fuerte acento en las propuestas y los contenidos por sobre las personas. Otras instituciones parecen tener más dificultad en procesar los cambios, generacionales o de todo tipo. Mucho depende de la naturaleza histórica de esas instituciones, cómo surgieron, como cimentaron su larga y fructífera actividad a lo largo de casi cien años. También depende de la capacidad de sus líderes de auto-perpetuarse dentro del marco formal que cada institución definió para sí.

A partir de cierto momento treinta años atrás la noción de cambio comenzó a hacerse imperativa, ineludible en el ishuv.  Hubo gente (muy joven entonces) que percibió necesidades que las viejas estructuras se resistían a reconocer. Coincidentemente, estos empujes de cambio coinciden (como no podía ser de otra manera) con cambios a nivel nacional: los ejes temporales de 1985 y 2002 dieron lugar a la concreción de iniciativas audaces en un contexto histórico muy específico. La incorporación del rabino Daniel Kripper en la NCI, por ejemplo, fue un hito en la vida comunitaria, del mismo modo que la creación de la Fundación Tzedaká lo fue veinte años más tarde. No hay que explicar qué sucedía en Uruguay en 1984 o en 2003…

Aun así, mantenemos una tendencia muy fuerte al arraigo. Somos pocos y como buenos uruguayos, queremos ser homogéneos. Confiamos en figuras señeras hasta que es demasiado tarde y ellas envejecen o su aporte se agota. Somos presidencialistas y pensamos que quien asume esa responsabilidad está, de pronto, dotado de visiones y epifanías de las cuales hasta antes de asumir carecía. Puede que alguno se lo crea, pero en general quien asume ese tipo de responsabilidad sólo puede (o debería) aumentar su noción de que su capacidad es finita y su deseo de contribuir la supera.

Tampoco es fácil convocar generaciones nuevas y a la vez capaces que asuman el desafío. Siempre existirán quienes quieran sumar(se) a cambio de sentirse útiles y recibir un poco de reconocimiento, pero la mayoría visualiza la actividad comunitaria como un juego político mezquino por el mero poder. No que tal cosa no exista; de hecho es necesaria para liderar y hacer. El problema es cuando el componente egocéntrico prevalece por sobre el componente colectivo.

Sea la escuela de mis hijos, sea la comunidad donde harán su bar o bat mitzvá, sea dónde mis padres ya mayores encuentran un espacio acorde, sea donde juegue a las cartas o baile, cuando decido sumar  mi esfuerzo al de otros debo encontrar ante todo satisfacción y disfrute, sentido de logro y ganas de reunirme con mis compañeros a generar proyectos. Si mi función se torna meramente política, si la dinámica se torna beligerante o controladora, el ambiente será hostil y poco seductor.

Por eso aparece como ideal la formación de equipos bajo un liderazgo determinado. No hay proyecto sin líderes, pero sí hay líderes sin proyectos; la cuestión es si siguen siendo líderes u ocupan cargos. En muchos casos los proyectos cumplen su ciclo pero sus líderes no lo entienden; en otros casos los proyectos son permanentes pero es sano que quienes los lideran cambien. Nadie puede sostener un esfuerzo durante más de determinado tiempo.

Como dijimos al principio, la vocación de servicio es un dato inherente a nuestra naturaleza como judíos. Proyectos como las tnuot (movimientos juveniles)  o el Proyecto Shoá son buenos semilleros para futuros dirigentes. De modo que ese aspecto del asunto está cubierto. Lo que parece estar pendiente es una mayor unificación de criterios, que a su vez redunde en mayor coherencia y funcionalidad, en cuanto al modo de ejercer el liderazgo, los tiempos para las sucesiones, y las motivaciones detrás del esfuerzo.